La retratada, doña Josefa del Águila y Ceballos Alvarado y Álvarez de Faria (San Sebastián, 16 de febrero de 1826- Madrid, 26 de diciembre de 1888), casada en 1850 con José María Narváez, II vizconde de Aliatar y años después II duque de Valencia, tenía veintiséis años cuando, según la fecha del lienzo, se realizó el retrato.

Esta obra es  una de las más relevantes del periodo de madurez del artista. Fechada en 1852, parece recogida en el inventario manuscrito del pintor como “retrato de la vizcondesa de Aliatar”, que era el título que entonces ostentaba la efigiada, en un precio de doce mil reales. Sin embargo, el pintor volvió sobre la pintura a principios de 1854 y la terminó y entregó en ese año.

Desde su exposición en la muestra monográfica dedicada a Federico de Madrazo por el Prado en 1994, esta obra era uno de los posibles objetivos de enriquecimiento de las colecciones del Museo, falto de un retrato femenino de cuerpo entero en exterior durante la década de 1850, que es, justamente, la de mayor calidad en la trayectoria de Federico de Madrazo, el mejor retratista español en ese decenio y el que obtuvo la mayor fama internacional. Ningún otro retratista español en esos años alcanza, ni de lejos, la calidad que esta pintura revela.

Esta, de gran elegancia en la pose, interpreta con personalidad propia el gusto de refinada elegancia puesto en boga por Jean-Auguste-Dominique Ingres, con un tratamiento de gran calidad en el magnífico vestido de encaje, el chal bordado y el tocado de plumas.

El cromatismo, de gamas muy claras, entre el blanco marfileño del chal y el sedoso del vestido que deja transparentar la falda es muy delicado. En la ejecución destacan las transparencias de los encajes, cuyo rico dibujo está tratado con una pincelada precisa, capaz de perfilar con nitidez cada detalle. El pintor hizo resplandecer las ricas joyas con las que la dama se adorna, un collar de perlas de triple vuelta, un broche de oro y piedras preciosas, un brazalete de oro y una sortija en el anular de su  mano derecha, mediante breves y acertados toques de pincel que acentúan los reflejos de la luz.

El fondo, tras la escalinata con balaustrada, de un parque con altos árboles y cielo azul está tratado con una pincelada amplia. Este aristocrático escenario es muy similar al que el artista había ensayado ya en su retrato de Leocadia Zamora y Quesada (Madrid, colección particular), fechado cinco años antes, cuyo éxito debió de mover al artista a repetirlo. Años después, en 1858, aún haría una variación de este fondo en el retrato de Bárbara de Bustamante y Campaner (Madrid, colección particular).