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Carta de amor al cine de los ochenta

Y no será por calidad. Objetivamente no hay discusión que valga: el cine de los ochenta acumula muchas menos obras maestras que algunos años aislados de la década de los treinta, los cuarenta o los cincuenta. Pero, amigos, la década que comenzó con Aterriza como puedas (1980) y se cerró con Haz lo que debas (1989) fue la del auge absoluto de la cinta de vídeo y eso marca: había que rebobinarla, darse vida para devolverla a tiempo en el videoclub o escribir en el lomo de una cinta virgen el título en mayúsculas de tus películas favoritas.

¿Pero qué entendemos por el cine de los ochenta? Básicamente un cine que habla inglés americano, que abusa de Nueva York como escenario y de la balada rockera como fondo sonoro. Un cine con hombreras, escasamente pretencioso y pocos complejos, que aún no está de vuelta de todo. Un cine, a ojos actuales, muy políticamente incorrecto. Un cine que multiplicaba la producción del tipo de historias que tenían éxito pero que aún no se hacía con fórmula. Probablemente el último cine hecho por ejecutivos de Hollywood que buscaban ganar pasta pero que todavía sabían algo del Séptimo Arte.

La vigencia del cine de los ochenta es hoy mayor que hace unos años y va a más. Ya nadie lee hoy con sorpresa que entre las mejores comedias de la historia figure Cuando Harry encontró a Sally (1989) al lado de Historias de Filadelfia, o que Regreso al futuro (1985) se codee con 2001, una odisea del espacio entre las favoritas de los aficionados al cine de ciencia ficción. El fenómeno televisivo del verano pasado fue Stranger things una serie estadounidense escrita y dirigida por dos hermanos que no disimulan su deuda y pasión por el cine más comercial de aquella década.

El de los setenta –el de Scorsese, Coppola, Spielberg y compañía– tuvo el mejor análisis posible en Moteros tranquilos, toros salvajes (Anagrama, 2004) de Peter Biskind. Ahora podemos leer sobre el cine más popular, taquillero y disfrutable de los ochenta gracias a The Time of My Life, un ensayo escrito por Hadley Freeman (Nueva York, 1978). Esta periodista con columna en The Guardian podía haber defendido el currículo de los ochenta recordando las bondades incuestionables de Blade Runner (1982), Fuego en el cuerpo (1982), Terciopelo azul (1986), Delitos y faltas (1986) e incluso E.T. (1982). En su lugar ha preferido escribir una carta de amor, sin asomo de pose alguna, a ese otro cine con clara vocación de divertir, más huérfano de valedores con pedigrí y mucho más icónico de lo que fue aquella época, el de Los Cazafantasmas (1984), Superdetective en Hollywood (1985), Jungla de cristal (1988), Bitelchús (1988) o Dirty Dancing (1998).

El de Freeman es un libro tan documentado como gozosamente arbitrario. Despacha lo que no le gusta con mucha gracia y es capaz de dar vueltas y vueltas a un gesto de Top Gun (1986) o una frase de La princesa prometida (1988). La autora reivindica la importancia que tuvieron en su educación sentimental los actores que le dieron pautas vitales para distinguir qué es divertido (Eddie Murphy), fresco (Bill Murray) y sexy (Kathleen Turner).

Podía también haberse limitado a descubrir joyas ocultas a las nuevas generaciones o recordar a los cuarentones de hoy momentos míticos de las filmografías incipientes de Tom Cruise, Johnny Depp o Tom Hanks. Afortunadamente, para disfrute de los lectores sin prejuicios, eso no va con su carácter. “Nadie vivirá ni morirá por nada de lo que se dice o pasa en Resacón en Las Vegas pero sí conozco a gente que cambió su vida por completo por una frase del diálogo de Cuando Harry encontró a Sally… Y cuando hablo de gente obviamente me refiero a mí misma”. Lo cierto es que allí donde hay un charco, irá Freeman a pisarlo por arriesgado que sea; uno que nos tememos le habrá costado alguna amistad celebrar el Batman (1989) de Tim Burton en contraposición al intocable de Chris Nolan, al que acusa de liderar la realización de adaptaciones de superhéroes que se toman demasiado en serio a sí mismos.

Freeman está convencida de que las cintas de los ochenta nos enseñaron mucho más que las películas de hoy en día, tan obsesionadas con gustar a todo el mundo que acaban por rehuir cualquier asunto incómodo. Explica con tino por qué tantos filmes de entonces no podrían hacerse ahora y lo sostiene abordando cómo retrataron cuestiones de género, raciales y de clase antes y cómo lo hacen ahora. Dirty Dancing, por ejemplo, no ha tenido aún remake porque la nueva versión quería extirpar de la trama la importancia del aborto legalizado. Fama, en cambio, sí tuvo remake (2009) y eliminó el aborto que había en el largometraje original. Ahora las historias –al menos las que llegan de Estados Unidos– que tocan temas engorrosos o protagonizadas por actores con más de cuarenta años hay que buscarlas en algunas series de televisión.

“Ya no se hacen películas así” es frase habitual para elogiar hoy aquellas grandes producciones en scope de los años cincuenta o los westerns clásicos. Freeman no cree que haya que irse tan atrás en el tiempo para exclamar la frase de marras y lo demuestra con Dirty Dancing, cuyas “escenas de sexo fueron la experiencia erótica formativa de toda una generación”.

Ya no hay en su opinión películas sobre la sexualidad femenina que además se cuenten a través de la mirada de ellas como ésta. Aún más: ya no hay películas pensadas totalmente para un público femenino como fue ésta o dos años después Magnolias de acero. “La razón por la que las comedias románticas son tan malas es porque a Hollywood han dejado de importarle una mierda las mujeres”. En realidad, aclara, han dejado de interesarle las “complejas relaciones humanas” porque obviamente es más fácil “escribir sobre coches que explotan”.

Tampoco sale bien parado el cine actual cuando Freeman se fija en los varones. Sobre su ideal de la masculinidad no tiene duda: está en Cazafantasmas. Para ponderar debidamente la película de Ivan Reitman, Freeman sacude pero bien a los cómicos actuales (véase sobre todo las de Adam Sandler como niño-grande). “Les gustan las mujeres, suelen tener trabajo, no desean volver a tener diecinueve años, no se pasan el día fumando cachimbas y no son unos capullos. Es una de las grandes diferencias entre las comedias de los ochenta protagonizadas por hombres y las de hoy en día”.

Circula por todo el libro una sana y productiva obsesión por entender por qué tantas películas de los ochenta no se harían hoy en día. Se adelanta a sus potenciales críticos y ella misma admite que en aquellos años abundaban los chistes homófobos y se podía estrenar una película como Su juguete preferido (1982), cuyo argumento se resume en que un blanco rico contrata a un negro pobre para que sea el juguete de su hijo mimado. De ahí que analice todos los tópicos racistas de la época: los asiáticos chiflados, los negros peligrosos…

Hay en este libro mucha admiración y amor a los reyes de la comedia y de manera muy especial John Hughes (el responsable de El Club de los Cinco y Solo en casa fue al cine de adolescentes lo que John Ford a los westerns). Mucha pasión sincera por todas esas comedias que eran “absurdas sin resultar estúpidas, dulces sin llegar a ser empalagosas y divertidas sin ser mezquinas”. Su poderío es creciente: los más jóvenes acabarán descubriendo esas películas y los que las disfrutaron entonces no las olvidan tantos años después.


The Time of My Life. [1]The Time of My Life [2]
Hadley Freeman
Traducción: Zulema Couso
Editorial Blackie Books
336 páginas
19,90 euros