Bastan algunos míticos títulos para justificar esta afirmación. Ahí está Deliverance, El sastre de Panamá, Zardoz y A quemarropa, o El bosque esmeralda. Ahí queda para la historia del mejor cine Esperanza y Gloria. Todas ellas transpiran Boorman para significar la inconfundible mano del británico a la hora de poner en forma de cine y sobre la mesa profundas reflexiones sobre la futilidad de la existencia y cómo la violencia forma parte del ser humano desde que comenzó a caminar sobre este planeta.

Fellini, Bergman, Ford…

Admirador confeso de Federico Fellini, Igmar Bergman y John Ford, Boorman nunca se ha mostrado plenamente satisfecho de sus propias realizaciones. Es conocido su escepticismo e incluso la ácida autocrítica que ha ejercido siempre corporeizada en otra de sus demoledoras frases: «Hacer películas es el proceso de inventar problemas imposibles para después fracasar tratando de resolverlos».

Todo es relativo porque el fracaso no ha sido ni mucho menos el denominador común de su carrera. Volvamos, por ejemplo, a Esperanza y gloria (1987), cuando nos contaba, en un tono claramente autobiográfico, las vivencias de un niño londinense en el bombardeado Londres de la segunda gran contienda universal. Ahora da un paso más y, en clave tragicómica nos habla de lo que le sucedió a aquel infante una década más tarde para dejar una cinta impecablemente realizada en la que subyace un espíritu jocosamente antimilitarista.

Reina y patria

“Lo que encarna el personaje principal de Reina y patria, ha señalado el propio Boorman, está muy próximo a mi persona porque es testigo de lo mismo que yo en su día viví”.

1952. A sus 18 años Bill Rohan pasa la vida soñando en la casa de su acomodada familia, a orillas del río, a la espera de ser llamado a filas para cumplir un servicio militar obligatorio que le convertirá durante dos años en un soldado sin espíritu militar alguno.

Cada mañana, Bill nada en el río y suspira por una bellísima muchacha que pasea en bicicleta a través de los caminos cercanos. Ese idilio se romperá ante la dura realidad del campo de entrenamiento. Allí se encontrará con Percy, un bromista amoral, y juntos trazarán la caída del sargento «chusquero» Bradley, un pobre hombre que «se realiza» como incesante torturador. Percy y Bill son rivales y antagonistas, pero poco a poco forjarán una íntima amistad.

Metáfora del mundo

Agitando nostalgia, humor y una inconfundible sensibilidad, John Boorman vuelve a colgar su cine de la percha de la guerra –esta vez la de Corea– para desplegar un sutil pero firme mensaje antimilitarista.

Como en otras ocasiones, enmarca la violencia para declarar su fobia a la sinrazón de lo violento. Y como en otras ocasiones y utilizando ese trasfondo vuelve a mostrarnos ahora, a los ochenta largos y confesándose sin fuerzas para ponerse otra vez detrás de la cámara, su imperturbable alegría de vivir.

«El cine también es una metáfora del mundo y, pese a todo, quien más quien menos quiere seguir en él». Boorman habla; queda dicho.