Él, convertido en un auténtico icono viviente próximo al anarquismo y, anticipándose a Gandhi, como defensor a muerte de la resistencia no violenta, pretende legar sus valiosas propiedades y los derechos de sus obras al pueblo ruso. Ella se opone tajante a tanta generosidad y lucha por su futuro y el de los ocho hijos que sobreviven a los trece gestados con la colaboración del genio.

Entre encuentros y desencuentros, entre ternura y violencia, la película está servida. Bien servida gracias a la extraordinaria reconstrucción de ambientes y época y, sobre todo, por las interpretaciones, ambas nominadas al Oscar sin lograrlo, de Christopher Plummer (¿recuerdan al capitán Von Trapp de Sonrisas y Lágrimas?… Pues aquél) y a esa lección como actriz que nos deja Helen Mirren dando vida a toda la vehemencia de Sofya.

Que Sandra Bullock se haya llevado la estatuilla por su papel en The blind side es una broma, pero la boutade se convierte en académica desvergüenza cuando la actuación, correcta pero sin más de aquella, se compara con el papelazo que Helen Mirren deja en la pantalla. Pero, en fín… así son las cosas de los premios.

En el origen

Pensamos en el autor de Anna Karenina e inevitable se nos acomoda la imagen patriarcal de un anciano enjuto, alto, de larguísima barba partida y aspecto noble, con un punto hippy si se quiere, pero noble. Sin embargo, como le sucede a todos desde que el mundo es mundo, ese anciano alguna vez fue niño y, como le sucede a tantos, la infancia marcó el discurrir de una existencia holgada que, en su caso, despertó al mundo en el ambiente rural pero exquisito de Yásnaia Poliana.

Antes, el 9 de julio de 1822, la princesa María Nicolaievna Volkonsky, heredera de aquella inmensa propiedad, se había casado con el conde Nicolás Ilitch Tolstoi. Aportaba la novia como dote además de aquella deslumbrante mansión, 800 campesinos siervos de sexo masculino, el novio nada aportaba salvo una prestancia física que tenía poco que ver con la falta de encantos físicos de ella.

De esta unión en principio sesgada por el interés económico pero que enseguida armonizó gracias a la nobleza y a la cultura de ella, nacería el 28 de agosto de 1828 Leon Nikiolaevich, el cuarto de sus hijos, un niño cuya sensibilidad llamó pronto la atención, pues con apenas cuatro años lloraba ante la historia de un pájaro herido o ante una pelea de perros.

En esa especie de hipersensibilidad, como contaría de adulto el propio autor, tuvo mucho que ver la ausencia de su madre cuando él estaba a punto de cumplir dos años: “A lo largo de toda la infancia, la adolescencia y mi juventud eché de menos su sonrisa y su ternura. Me volvía loco porque quería recuperar su cara, pero su rostro se me difuminaba en el sueño y me despertaba aterrado. Esta angustia al despertar me ha acompañado a lo largo de toda la vida. Aún hoy, –escribiría ya cumplidos los 60–, me paseo por el jardín y sueño con mi madre, con mamá, de la que no me acuerdo en absoluto y que se ha convertido para mí en un ideal de santidad. Nunca oí decir nada desagradable de ella. Quisiera abrazarme a un ser querido y comprensivo, llorar de dulzura y ser consolado…Volver a ser pequeño y acercarme a mi madre, tal como la imagino”.

Mirada y obra

Creció definitivamente aquel niño, ya para siempre ligado a aquella a aquella casa. Cautivó su personalidad, su modo de enfocar los problemas, su forma de mirar, de la que observador y minucioso Stefan Zweig dijo: “Pero de pronto la sangre se detiene en las venas; bajo las cejas espesas hay una mirada gris que ha saltado como una pantera. Es la mirada de Tolstoi, esa mirada inaudita que ningún pintor logró nunca captar , pero de la que todos los que la han experimentado, han hablado siempre; es una mirada cortante, acerada, fulgurante, que se clava profundamente. Ya no es posible escapársele. Uno queda como hipnotizado, sujeto, y ha de experimentar la sensación de que esta mirada se le mete hasta lo más profundo. No hay defensa contra la primera mirada de Tolstoi. Nadie es capaz de decir una mentira ante la mirada de Tolstoi”.

Desde aquellos ojos escribió algunas de las mejores novelas del siglo (Guerra y paz, La sonata a Kreutzer, Hadji Murat, Resurrección, Anna Karenina) se casó y tras experimentar un proceso que le convirtió para quienes le rodeaban en una especie de santón viviente llegó al trecho final de su vida, ese en el que se recrea la película de Michael Hoffman, que ha adaptado la novela homónima de Jay Parini.

Su cambio venía de lejos pues con sólo 29 años había escrito en su diario: “una conversación acerca de la divinidad me ha sugerido una grande y espléndida idea a cuya realización me siento capaz de consagrar toda la vida: Esta idea es la fundación de una nueva religión que corresponda al estado presente de la humanidad; la religión de Jesús, pero depurada del dogma y del misticismo, una religión práctica que no prometa la bienaventuranza futura, sino la felicidad en la tierra”

Desenlace

A ello consagró su esfuerzo y una existencia trufada de contradicciones. El camino no fue, ni mucho menos, una senda de rosas, como apuntaba Zweig al describir los períodos oscuros del escritor ruso: “¿Por qué ha perdido toda su alegría el fuerte y rico León Tolstoi? Trágica contestación: no le ha sucedido nada. Nada. Terrible palabra; nada, eso es todo. Algo se ha rasgado en su alma; en su interior se ha abierto una hendidura estrecha y negra y sus ojos están fijos para mirar, a través de esa rendija, el vacío, lo otro, lo frío, lo amorfo, lo intangible que se abre tras nuestra vida tibia y regada por nuestra sangre”.

De puertas a fuera su figura era sinónimo de serenidad y sosiego. Pero en el seno de su casa reinaban los vaivenes de la pasión. En uno de esos altibajos, ya al final de su largo recorrido y con la salud muy comprometida, tras dos ásperas discusiones con su mujer, decidió abandonar Yasnaia Poliana en compañía de su hija y de su médico. Hicieron noche en el monasterio de Optina Pustyn y reanudaron viaje por la ribera del Don hacia Rostov, ciudad a la que nunca llegaría pues víctima de fiebres terminales no pasó de la estación de Astápovo en donde murió en la madrugada del 7 de noviembre de 1910.

Algunos de sus hijos y Sofya corrieron hacia aquella pequeña, gélida y anodina población y llegaron por verlo aún con vida. Sofya luchó por estar a su lado un último instante y aunque en principio se le negó la entrada hacia la cama en la que Tolstoi yacía, gracias a su secretario y a su hija Masha, pudo despedirse.

La película se recrea en este tormentoso desenlace. El conjunto presenta fisuras, pero son muchas más sus virtudes. Trasciende lo meramente biográfico para hablarnos del amor y su reverso. De los desafíos a los que se enfrenta quien ama. A la complejidad de vivir en el amor y en la pasión y a la utopía de hacerlo lejos de ésta. Tolstoi y Sofya fueron un buen ejemplo.

La última estación se cierra, ya sobre los créditos finales, con imágenes reales del escritor que posa ante una rudimentaria cámara cinematográfica en compañía de su esposa, despidiéndose a pie de tren, paseando a caballo, alejándose en la nieve, caminando delgadísimo, decidido, alejándose, alejándose, perdiéndose hasta fundirse, como un espectro, en lo negro.

La última estación
Dirección: Michael Hoffman
Intérpretes: Christopher Plummer, Helen Mirren, Paul Giamati, Anne Marie-Duff y James McAvoy.
Gran Bretaña, Rusia, Alemania / 2009 / 110 minutos.