¡Cuánto le debe el cine a las películas de vaqueros! Sin los westerns la historia de las pantallas sería otra, y muy distinta. Mucho más pobre.

Sin cortarse, con buen ojo y afición por el formato, el escritor Javier Marías reflexiona: “El western ha sido un género que tradicionalmente ha expuesto como aceptables sentimientos y conductas que hoy escandalizan a la hipócrita masa mundial de bienpensantes voluntariosos; es decir, aquellos que se esfuerzan con ahínco por apartar de sí, y además condenan, una serie de pasiones connaturales a la humanidad de todas las épocas. En el western el odio no está mal visto, ni el afán de venganza, ni la ambición, ni la obstinación infinita en la persecución de un enemigo, el deseo de hacerle daño o matarlo, ni la búsqueda de reparación a un agravio, también la de justicia a veces”.

Verdades como puños, también contundentes protagonistas (los puños, se entiende), es esta forma de reflejar a través del cine las pasiones, los amores y desamores, las bajezas, obsesiones y debilidades, enconos, entregas y las solidaridades también, claro, los sentimientos en definitiva del ser humano, el de cualquier época y lugar, sobre la tierra.

Las películas del Oeste nos muestran, con crudeza y realismo, una buena porción de trazos que, querámoslo o no, dibujan partes sustanciales de lo que somos. También somos así; aunque duela. Y porque así tenemos que asumirlo (aunque duela), esta forma de contarnos nuestra historia ha calado y profundo.

Diez disparos

La diligencia (1939)

Deslumbrante entrega del mítico John Ford que había debutado en 1917 con El tornado. Veintitantos años más tarde y valiéndose de un relato del escritor Guy de Maupassant, Ford inaugura una forma de hacer cine en la que la introspección y los aspectos psicológicos se convierten en personajes protagonistas. La grandiosidad de las llanuras que circundan el Monument Valley contrastan con la insignificancia del hombre ante determinadas circunstancias. Las historias sencillas, primarias, toman cuerpo. Emergen actores que el tiempo haría indestronables: ahí asoma el primer John Wayne.

Solo ante el peligro (1952)

Si de juego psicológico se trata, la película de Fred Zinnemann es todo un clásico. Entre temores y angustias, Gary Cooper, –que se llevó el Oscar a la mejor interpretación masculina de aquel año– despliega todo un arsenal de miradas. El mundo se quedó prendido de la soledad de aquellos ojos para siempre.

Centauros del desierto (1956)

Pocos hay que se atreven a cuestionar que estamos ante una de las grandes obras de arte que el cine ha regalado. Encuadres desconocidos hasta entonces, diálogos inolvidables, personajes que dejan profunda huella en el espectador moviéndose sobre paisajes que semejan cuadros; humor puntual aliviando la densidad del drama. Si la perfección no existe, este nostálgico poema en imágenes se le acerca mucho. Crece con cada nueva visión.

El hombre que mató a Liberty Valance (1962)

Ya van tres de Ford. Pero el maestro es el maestro. Un western atípico en donde casi nada, ni nadie, es lo que parece. La ingenuidad frente a la fuerza, la ley frente a la rutina de los sinley. Misión imposible que de la mano de James Stewart, en el papel que él mismo consideraba como una de las cumbres de su carrera, y un Wayne para quitarse el sombrero (vaquero y ladeado, claro) va transformándose en otra sólida y real joya.

El Dorado (1966)

Él, Howard Hawks, se consideraba un artesano. Lo era. Desde Hollywood trazó un puñado de películas sin desperdicio. El Dorado rezuma derrota, y la derrota es otro de los leivmotiv más acariciados por el cine del Oeste.

La muerte tenía un precio (1966)

Sergio Leone rueda en Almería esta historia de venganzas y traiciones que, sin estar a la altura creativa del resto de los disparos recogidos en esta selección, se convirtió en una de las películas que más espectadores ha tenido en España. No sucede, ni mucho menos, siempre, pero en esta ocasión el éxito de taquilla está en consonancia con la dignidad de la obra.

Grupo salvaje (1969)

Ríos de sangre. Sam Peckinpah no ahorraba un gramo de violencia. Pero su cine era y es mucho más que eso. Reflejo de un mundo descarnado en el que la nobleza tiene poco recorrido. Duelo en Alta Sierra y Pat Garret y Billy the Kid (en la que Bob Dylan firma una banda sonora extraordinaria) apoyan algunas de las tesis que hacen de Peckinpah un director de inolvidables propuestas.

Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972)

Vuelta de tuerca. El calcetín del cine del Oeste del revés en las peripecias de este hombre (el que da título a la película y le sirve a Robert Redford para completar uno de sus más sólidos trabajos) que, hastiado de la ciudad, decide refugiarse en la naturaleza. No es oro todo lo que reluce y en esa paradoja Sydney Pollack nos habla del cinismo, la decepción y la comprensión. Los pieles rojas salen bien parados, algo no muy habitual en el género.

Bailando con lobos (1990)

Partamos de que no es una joya sino cine del bueno. Aceptada esa premisa y aunque esté de moda (no siempre justificada) vapulear a Kevin Costner, Bailando con lobos es, por distintas razones, una película transgresora. Lo es.

Sin perdón (1992)

Rompió esquemas al mostrar con mucho más detalle las humanas debilidades que las fortalezas de los atribulados seres que desfilan por la pantalla. Clint Eastwood firmó la primera de la serie de sólidas películas que a partir de aquel año ha dirigido. Había comprado los derechos de Sin perdón diez años antes de rodarla. Pero esperó, así lo ha confesado, a sentirse “maduro para poder actuar al tiempo como actor y como director”. Cuando la realizó tenía ya 72 años. Desde entonces su figura como cineasta no ha dejado de crecer.

Y unas cuantas propinas

Cualquier selección es, por definición, injusta. Se quedan fuera personas y opciones que debieran haberse incluido. Esta no es una excepción. Desde luego no están todas las que son, pero todas las que están, son. Pero en el ánimo de aliviar la posible injusticia cabe recordar, probablemente con tantos méritos como las elegidas: Duelo al sol (King Vidor, 1946); Río Rojo (Howard Hawks, 1948); Horizontes lejanos (Anthony Mann, 1952); Raíces profundas (George Stevens, 1953); Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958); Dos hombres y un destino (George Roy Hill, 1969); Pequeño gran hombre (Arthur Penn, 1970); El juez de la Horca (John Huston, 1972); Forajidos de leyenda (Walter Hill, 1980); Brokeback Mountain (Ang Lee, 2005); El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (Andrew Dominik, 2007) o el original y el remake de Valor de Ley, la primera dirigida en 1969 por Henry Hathaway y la segunda el pasado año con la nueva versión de los hermanos Cohen.

Y para acabar, la recientísima y estimulante sorpresa de Blackthorn. Sin destino que, dirigida por le español Mateo Gil, demuestra que para hacer buen cine del Oeste no es necesario haber nacido al otro lado del charco.