Los Taviani eran uno, aunque como ellos definían con su sempiterna ironía: “Uno con dos cabezas, cuatro ojos, dos sensibilidades que se solapan y que a la hora de rodar dividen las escenas. Mientras uno rueda el otro mira y se calla”.

Nacidos con dos años de diferencia en la toscana San Miniato, una población cercana a Pisa, juntos, hasta ahora, cruzaron la vida. Juntos iniciaron inconclusos estudios de Derecho, juntos se marcaron como primera diana artística dedicarse a la ópera, juntos debutaron en la dirección de teatro y juntos, tras poner en marcha pequeños cine-clubs, entraron en la senda que les hizo universales para no abandonarla.

Quince largometrajes, algunos documentales y buen número de cortos los avalan desde Hay que quemar a un hombre, el lejano debut en 1962 en la gran pantalla, que cuenta con hondo trasfondo moral, pero sin moralina, la historia de un sindicalista asesinado por la mafia con el que ganaron el Premio de la Crítica en Venecia.

Pero la explosión, el eco planetario, les llegaría en 1974 con la espléndida Padre Padrone. La conmovedora historia de un joven pastor que se rebela contra la sinrazón de un padre que le prohíbe acudir a la escuela les puso en la mano la Palma de Oro del Festival de Cannes. Los Taviani traspasaban así la puerta destinada a los grandes para levantar una obra que, a pesar de algunos altibajos, destila emoción, carga social, naturalidad, antibelicismo y poesía.

Ahí quedan, en épocas distintas, La noche de San Lorenzo, Buenos días, Babilonia, El sol también sale de noche, Las afinidades electivas o César debe morir, cinta de 2012 con la que lograron el Oso de Oro en Berlín. Vittorio se acercaba a los 84 cuando rodó esta peculiar historia de los presos de la cárcel de Roma mientras ensayan para poner sobre el escenario Julio César, el drama de Shakespeare.

Ahora, Vittorio, el mayor, ha muerto. Pero aún demediados, los Taviani seguirán brillando como uno, rutilantes, en la historia del cine mejor.