La exposición está conformada por un centenar de piezas paisajísticas que tienen como referencia El libro del té de Kazuzo Okakura y que fueron creadas por el autor desde el año 2000 en un mismo entorno, su casa madrileña, ideada también por él. Entre la abstracción y la figuración, la estructura interna del paisaje (la horizontal y la vertical o el mar y la montaña de Shitao) está presente en los trazos que conforman cada obra.

Omnipresente Oriente

Ni el propio Ariño sabe bien de dónde viene su relación con Oriente. Dice ser un poco un rolling stone, «un canto rodado». Así, siendo muy joven, tropezó con unas imágenes muy potentes en un libro de Katsura y Daitoku-ji de arquitectura japonesa que le emocionó muchísimo sin saber por qué y ahí empezó todo. Después, también por casualidad (y como canto que rueda), se topó con El libro del té de Okakura y empezó a comprender lo que había detrás.

«Fue un enamoramiento. Como cuando ves a una persona y quieres estar con ella todo lo que puedes. Creo que cada uno tiene su camino, su guía. Para mí fue una enorme suerte haberme tropezado con Okakura y su libro y, de hecho, la exposición empieza con tres collages -situados en la escalera- dedicados a Rikyu, el maestro del té más conocido en Japón», relata.

'Invierno', 2002. Juan Ariño. Acuarela y tinta china sobre papel, 35 x 24,5 cm.

‘Invierno’, 2002. Juan Ariño. Acuarela y tinta china sobre papel, 35 x 24,5 cm.

Ariño tiene en parte un modo de pensar similar al de los orientales y cree de manera firme y consciente en aquello de «la naturaleza es más grande y más importante que nosotros». De ahí probablemente viene esa pasión por la pintura de paisajes, aunque siempre concebidos como cuadros que pueden «ser abstractos» o bien «tener un aroma de realidad».

En chino la palabra paisaje se compone de los ideogramas «montaña» y «agua» y el lenguaje le sirve así al artista para explicar que no hay paisaje que no tenga horizonte y que siempre hay una relación entre lo vertical y lo horizontal. Así, a pesar de que no hablamos de pintura geométrica, las líneas, sin embargo, están en la base.

«¿Por qué la pintura ha estado metida en cuatro ángulos rectos? ¿Cuál es la razón?», pregunta Ariño retóricamente. A lo largo de su carrera siempre se ha precupado por estas cuestiones. Para él es algo que impone la naturaleza. Esa relación entre la vertical y la horizontal que, al fin y al cabo, es la montaña y el agua de los orientales, es para él de importancia capital y así lo muestra en su obra. «De alguna forma hago lo que no parece. Mi trabajo es geométrico, pero está enmascarado por la sensualidad para intentar emocionar».

Búsqueda de la emoción

La belleza es otra de las claves de su obra. Para él no es que no reparemos en la belleza, «sino que hay un rechazo a la belleza canónica, obligada, y eso ha llevado a una especie de descrédito hacia ella. Yo lo entiendo, pero al final acabamos viendo cosas que no nos parecen bellas», argumenta.

No pinta para la gente acelerada, aturdida, sino para gente que se para a reflexionar ante el cuadro. «Este tipo de pintura necesita calma, tiempo, mirada lenta, sensibilidad… La persona que no goce con las pinceladas y los colores, y que pretenda ver un alegato social en mi obra, casi le molestará. Sin embargo, para mí no hay idea más revolucionaria que el refinamiento. Lo que necesita esta sociedad es eso: refinamiento, calma, educación… En ese sentido mi obra sí es muy comprometida, pero no con ideologías políticas concretas. Creo que es la base para que el mundo funcione bien. Si las cosas fueran más bellas, todo sería mejor», añade.

'Fuga', 2011. Juan Ariño. Acrílico sobre cartulina, 52,6 x 37,4 cm.

‘Fuga’, 2011. Juan Ariño. Acrílico sobre cartulina, 52,6 x 37,4 cm.

De la misma manera, en toda su vida profesional ha concebido el montaje como una instalación visual o intalation view con esta intención: buscar la belleza, la emoción y hacer algo muy placentero para el ojo humano. «En vez de hacer las instalaciones con objetos que me hubiera inventado he tenido la enorme suerte de hacerlas con Picassos o Goyas, pero siempre como una obra de arte. Creo que eso es lo que, de alguna manera, han visto los demás en mis montajes». Para él, la colocación del arte influye de manera especial en el espectador y en su punto de vista como, de la misma forma, la arquitectura influye también en el comportamiento.

¿Similitudes entre su obra y los haikus? Le gustaría, pero nunca los ha utilizado como una fuente de inspiración. «Suelo pintar con música determinada según la sensación que tengo o lo que quiero hacer. Puede ser romántica alemana, Beethoven o Schubert, u otros compositores más modernos como Debussy o Chopin, pero no trato de ilustrar eso. Lo que hago es dejar que el haiku o la música cree un clima en mí».

Artista vocacional, todavía recuerda cuando siendo un niño sus tíos le llevaron por primera vez al Museo del Prado y quedó profundamente conmocionado. Ese mismo día le regalaron una caja de acuarelas y desde entonces nunca ha dejado de pintar. «He pintado para conocerme a mí mismo porque, al fin y al cabo, cada pintura es un retrato de mí». Emocionado afirma que poder dedicarse al arte es como si le hubiera tocado la lotería.