La exposición de Colomer para el Pabellón de España supone una continuidad de sus intereses en la escultura y lo teatral. El título apela directamente al público, con un modo imperativo (¡Únete!), porque se espera algo del espectador: su adscripción, que el visitante decida tomar parte, es una expectativa relacional. «Me parece muy importante lo que va a pasar dentro del pabellón porque el público es una parte importante de la instalación, forma parte de la obra», destaca el artista.

La obra supone una reivindicación del nomadismo como acción colectiva, «lo que he creado es un pabellón móvil paralelo para meterlo en el real». En palabras de Manuel Segade, comisario del proyecto, «errancia, trashumancia, viaje, extravío, ajetreo… son las claves de un pabellón que toma como referencia las utopías de ciudades que han explorado el movimiento como una forma radical de pensar sobre el imaginario social».

El pabellón español en los Giardini se llena así de estructuras que se encuentran entre la escultura precaria y la arquitectura transitoria y constituyen un teatro para el acontecimiento de su propio público, pero también son el soporte de una serie de relatos videográficos que representan los eventos, los encuentros inesperados, las ocurrencias lúdicas y los gestos colectivos de una comunidad que convierte lo urbano en una posibilidad de intercambio, en una narrativa de anticipación susceptible de afectar a la realidad.

Desde la puerta, el espectador podrá ver «una grada que lo recibe y lo hace formar parte del espectáculo. Tras esto se encontrará con una zona escultórica y las distintas piezas de vídeo que salpican la exposición», explica el comisario. Cada una de estas piezas, distribuidas por los espacios de circulación y de parada, muestra un intercambio colectivo que representa un movimiento urbano.

Tres protagonistas

El punto de partida de estos vídeos, que son microrrelatos, es la ficción de un grupo que se traslada por diferentes puntos geográficos guiados por tres mujeres: la actriz Laura Weissmahr, la compositora y cantante Lydia Lunch y la bailarina Anita Deb. Los no-actores que las acompañan exteriorizan esa narrativa errante, viajera y ajetreada que depende de los diferentes contextos geográficos, como Nashville, Atenas, Barcelona… que permiten enraizar las acciones con diferentes tradiciones vernáculas locales, pero también mostrar los desplazamientos culturales que en ellas se producen.

Sus continuos movimientos componen una semántica del desplazamiento: un autódromo abandonado, un refugio de caravanas, espacios arrollados por el turismo en el Mediterráneo o lugares que han hecho de la imitación exhaustiva de otros anteriores su razón de ser, son el escenario de un muestrario de artificios que remiten al imaginario del extrarradio: desde los bloques de viviendas de la periferia a los hoteles de playa fuera de temporada.

Estos decorados o escenarios marcados por la pobreza de recursos son manipulados y accionados como manifiestas indefiniciones de una ciudadanía que se declara fronteriza, móvil e inestable. A medio camino entre pabellón portátil y carromato vagabundo, un cacharro ambulante liga los diferentes espacios recorridos para concitar un Babel kafkiano, donde el movimiento nomádico es también una conmoción en el lenguaje, un desplazamiento vernacular que declina y traduce las faenas de esa comunidad desterritorializada.

Este ritmo, entre diferencia y repetición, es el que estructura los espacios del pabellón: si los personajes bailan o pedalean, si el espectador se sitúa en las gradas para mirar o ser mirado, es porque se unen en un teatro de lo real, donde el mundo como espectáculo tiene su contrapartida precaria que permite imaginar alternativas de formación cultural. Un imaginario nuevo de una ciudadanía por venir.