Exiliado en Francia desde 1947, el amigo inseparable de María Zambrano ha sido en ocasiones olvidado por la historia del arte español debido a su carácter fuerte, temperamental y solitario, que lo llevó a mantenerse alejado del mercado del arte. En 1952 renunció a exponer sus obras en la prestigiosa galería parisina Jeanne Bucher, lo que llevó su trabajo fuera del circuito comercial, manteniéndose solo con el apoyo de coleccionistas seleccionados. Veinte años después del fallecimiento del artista en París, su obra reapareció con toda su fuerza y radicalidad.

En sus últimos años, tras una etapa en la que trabajó casi sobre el blanco y negro (con series como Desastres, 1991), se vuelve a entregar al color, “lo que da como resultado unas poderosas telas en verde, amarillo, naranja y blanco”, explica el escritor Juan Carlos Marset. Esto se refleja en la exposición, dividida en dos salas.

En una de ellas se exponen obras compuestas exclusivamente en blanco y negro y en la otra otras con el color como protagonista. Alonso utiliza el color y lo trabaja desde la textura. “Los colores son obstinados, hacen abrir los ojos de par en par”, afirmaba el pintor. Sus tonos exceden los límites del lienzo y se mezclan con la materia, con la tierra, la madera, las piedras y los objetos que el artista introduce en las obras. “El color sobrepasa el lienzo, desborda los marcos, borra o no tiene en cuenta los soportes”, detalla Marset.

Dentro del último periodo de Alonso, en ocasiones a través de cuadros en pequeño formato, “la textura se purifica al máximo y la capa de color se vuelve porosa y sutil”. El artista no abandona su investigación constante sobre la materia y la técnica, en la búsqueda de lo esencial en la pintura que le había acompañado en toda su trayectoria. En este sentido destacan sus dos últimas series, una en negro sobre madera y otra en negro sobre blanco que para Marset representan “la conclusión de su obra”.