«Es un libro abierto». Así lo definen los que, sirviéndose de la muletilla de esa frase hecha, reconocen en él a uno de los más profundos conocedores actuales de la literatura en cualquier lengua, pero muy especialmente de la española.

Argentino de nacimiento, canadiense de nacionalidad y residente en Francia, vive en el epicentro de una de las más sólidas bibliotecas privadas del mundo en un antiguo presbiterio próximo a Poitiers.

Poliglota, –habla cinco lenguas; escribe en inglés– y viajero, ha vivido en Canadá, Gran Bretaña, Israel, Tahití, Italia, España, en donde pasó un tiempo a finales de los años 60, y en Argentina, donde muy joven trabajó en una librería en la conoció a Jorge Luis Borges para el que ejerció de lector cuando el autor de El Aleph perdió definitivamente la vista.

Entre sonrisas y lo envolvente de una voz con pocas inflexiones salpica la conversación de frases rotundas: «La palabra lo es todo»; «El lenguaje da coherencia al mundo»; «Leer te hace imaginar que el mundo puede ser mejor»; «Leemos para encontrar una experiencia que hemos tenido o que queremos tener».

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En 1997, con Una historia de la lectura, traducida hoy a treinta y tantas lenguas, se consagró para la literatura. Antes había publicado Guía de lugares imaginarios y Noticias del extranjero, después vendrían otro buen puñado de textos de referencia, como El bosque del espejo, Leyendo imágenes, Stevenson bajo las palmeras, La biblioteca de noche o Diario de lecturas.

Y de leer, claro, hablamos. Y en el arranque recuerda aquella cita de Virgina Woolf: «He soñado a veces que cuando amanezca el día del juicio, y los grandes conquistadores y abogados y juristas y gobernantes se acerquen para recibir su recompensa, el todopoderoso, al vernos llegar con nuestros libros bajo el brazo, se volverá hacia Pedro y dirá, no sin cierta envidia: Míralos; esos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles. Les gustaba leer».

Escritor, lector, estudioso de la literatura… ¿en qué papel se siente mejor?

Como estudioso de la literatura no me veo. Sobre todo me siento lector. Es verdad que también me he convertido en escritor, casi por casualidad o por necesidad, pero ante y sobre todo me siento lector.

Si tuviera que acotar en una frase para qué sirve leer…

(No deja que la pregunta se complete y deja en el aire de corrido dos enlazadas)

Leertepermiteimaginarqueelmundopuedesermejor. Leernoshacemejores.

No me jacto, me maravillo, de que nuestra comunidad, la de los lectores –tan desdeñada, poderosa, modesta– sea también tan generosa. Me resulta prodigioso que en ciudades lejanísimas, bajo cielos que nunca veré, un lector a quien nada parece unirme comparta conmigo la impresión de que nuestra vida está contada por los libros de nuestra biblioteca.

¿Qué es para usted una biblioteca?

Es el lugar de la memoria. El lugar del mundo en el que probablemente me siento mejor. Siento el placer y el vértigo de la aventura cuando me pierdo entre estantes atestados de volúmenes con la seguridad supersticiosa de que una jerarquía de letras o de números me conducirá algún día al destino prometido.

Cada biografía contiene una biblioteca íntima y viceversa, cada biblioteca alberga una biografía íntima. Me he pasado la vida coleccionando libros. Como me gusta repetir, ellos, inmensamente generosos, no han exigido nada de mí, sino, bien al contrario, me han ofrecido todo tipo de revelaciones. Mis libros saben infinitamente más que yo y les agradezco que incluso toleren mi presencia. El amor a las bibliotecas, como la mayor parte de los amores, hay que aprenderlo. Vivo entre estanterías cada vez más numerosas cuyos límites son cada día más los de mi casa.

Discúlpeme, pero me siento obligado a caer en el tópico y preguntarle si ha leído todos los libros de su biblioteca…

Claro que me han hecho esa pregunta otras veces y siempre respondo que todos y cada uno de ellos al menos los he ojeado. Ante cada libro uno se comporta de un modo distinto. Los hay que se devoran. Hay los que se releen, los que se consultan, los que nos sirven de herramienta para rescatar una idea o una frase. Y hay aquellos que, como he dicho otras veces y puede no resultar fácil de entender, transmiten sus palabras por ósmosis. Son aquellos que tienes cerca, que no los lees de seguido, pero que al cabo de un tiempo sientes que los has leído, sabes perfectamente de que van y lo que quieren decirte. Entonces pueden regresar a la estantería en la que estaban.

¿Recuerda sus primeras lecturas? ¿Qué escritores marcaron su infancia?

Mis padres viajaban mucho, –Manguel padre era diplomático–, y mi niñez fue agitada. Me agarraba a los libros porque me daban seguridad, me hacían sentir más estable. Esa idea de seguridad permanece después de tantos años. Los libros me son fieles, siempre lo han sido.

Empecé a leer muy pronto y recuerdo que me gustaban los libros que me asustaban, como los cuentos de los hermanos Grimm. Me atraía el sentido de ir hacia el miedo y saber que todo iba a terminar bien. Me sigue pareciendo extraordinario el hecho de que los niños lean con ojos de censor. Yo lo hacía, si algo no me gustaba, inmediatamente lo dejaba. Pero cuando me encontraba con algo como Robinson Crusoe o Las minas del Rey Salomón me enganchaba. Me gusta pensar que tenía creatividad como lector. Me encantaba La romana de Moravia que no entendía pero… Tuve un momento de shock cuando descubrí que la literatura mentía. Tenía 7 años y estaba leyendo La isla del tesoro que está escrita en primera persona y de pronto me doy cuenta de que el autor del libro se llamaba Stevenson y ese nombre no corresponde con el del protagonista del libro. Pensé: la literatura miente.

¿Y en qué momento surge el escritor?

Como consecuencia de que leía empecé a escribir de niño. Con la lectura fui desarrollando una cierta capacidad crítica y me di cuenta de que lo que escribía no me gustaba. Con los años comprendí que como lector era más difícil ganarse la vida. Ya mayor dejé de hacerlo hasta que sentí que podía escribir algo que, en fondo y forma, podía interesar.

Ha dedicado usted todo un tratado a Leer imágenes. ¿Qué es leer imágenes?

Cuando escribí Historia de la lectura, tratando de describir lo que yo hacía como lector, me di cuenta de que la lectura no se limita al texto escrito. Buscamos narración en todo lo que nos rodea. Somos una especie lectora, venimos al mundo con el impulso de ver narración en todo lo que nos rodea. Creemos que el paisaje, el cielo, las constelaciones, todo tiene una coherencia narrativa. Quise preguntarme si es posible mirar imágenes y no encontrarles narración. Hay movimientos artísticos como el impresionismo abstracto en los que el artista ha dicho que no quiere proponer nada que pude leerse. Y aún allí nosotros, al mirarlo, leemos o interpretamos los colores simbólicamente o incluso reducimos la imagen a la teoría de que estamos viendo aquello que no quiere ser leído, lo que implica ya una forma de escritura.

Ha mostrado usted reiteradamente su preocupación por la baja calidad de mucho de lo que se publica…

Cuando me dicen que nunca se han vendido y han circulado tantos libros como en la actualidad me gusta matizar que la cuestión no es de cantidad, sino de calidad. Es mentira y una inaceptable arrogancia presuponer que la gente no va a comprender textos complejos. Si crees y respetas la inteligencia del otro, ese otro va a responder con inteligencia. Hay la idea de que las humanidades, por ejemplo, no interesan, que son superfluas. Es falso. Absolutamente falso. Lo que ocurre es que quienes nos dirigen, quienes dirigen todo esto, prefieren una sociedad que no piense; que actúe de forma mecánica. Prefieren que le tengamos miedo al conocimiento.

Como también he apuntado alguna vez, lamentablemente el modelo intelectual vigente se concreta en el catecismo. Es decir, una pregunta a la que sigue una respuesta. No hay reflexión; no hay pensamiento. O acaso sí lo hay, pero parece que interesa que no lo haya. La historia nos confirma que cualquier gobierno prefiere un pueblo estúpido a uno inteligente. Es obvio que es más difícil gobernar a un pueblo que lee y cuestione las cosas. He contado el caso dramático de la tiranía de los jemeres rojos en la que se asesinó a toda persona con gafas porque pensaban que leer desgasta los ojos y aquel que precisaba lentes era un lector, una persona que pensaba, que quería aprender, y a la que, en consecuencia, había que aniquilar.

¿Por eso defiende como clave la figura del maestro?

Ellos son los héroes de hoy. Nuestra esperanza. Como los son los libreros y los bibliotecarios. Como son los traductores que ponen a nuestro alcance y nos permiten comprender todo el conocimiento, toda la literatura universal.

Y el poder de la palabra…

Un verdadero conocimiento del mundo solo puede pasar por las palabras. Creo en el poder de la palabra para dar coherencia al mundo. Es imprescindible confiar en que podemos llegar a un entendimiento del mundo mediante el lenguaje. La palabra es esencial porque nos permite transmitir que somos los únicos seres que saben, que son conscientes de que existen. Esa toma de conciencia está en la base, al tiempo, de nuestra felicidad y de nuestra miseria.

También ha sido usted traductor. ¿Es la traducción otra forma de literatura?

Sí. No es un arte menor. Admiro a los traductores porque, además, nos acercan obras que sin ellos nos perderíamos. Borges dijo aquello de «el original era infiel a la traducción».

¿Con qué autores hispanos se queda?

Me propone usted un reto imposible, pues tendría que recorrer una biblioteca de 50.000 libros de los que la mitad son de escritores en lengua castellana. Pero aunque sea trivial voy a decir tres: Cervantes, San Juan de la Cruz y Jorge Luis Borges. Sin ellos, la literatura y el mundo serían más pobres.

La lectura está cambiando su soporte, ¿cómo cree que será el lector del futuro?

No pienso en la desaparición del libro impreso. El hecho de que el libro electrónico exista y crezca, no supone que el libro impreso desaparezca. Estoy convencido de que los libros en sus distintos soportes van a convivir. En su momento, con la aparición de la fotografía, se anunció la muerte de la pintura, y con la explosión del cine el fin del teatro. Afortunadamente nada de eso ha pasado. Cuando aparece una nueva tecnología se ve como una amenaza que va a matar a la precedente, cuando en realidad lo que hace es aprovechar para transformar y complementar su lenguaje.

Creo que el lector del futuro tendrá distintas opciones y eso es positivo, al margen de que, de rebote, hay gente que prácticamente no sabía que existía el libro impreso hasta que los agoreros han anunciado su muerte, un final que, estoy convencido, de que no se va a producir nunca.