Han pasado veinte meses desde aquello y ahora un libro, -Mañana no será lo que Dios quiera-, rescata con minuciosidad y centrándose en la infancia y primera juventud, años que coinciden con los de la Guerra Civil, la memoria de uno de los grandes maestros de la llamada Generación del 50, a la que también están adscritos poetas esenciales de dimensión tan elevada como José Ángel Valente, Gil de Biedma, Francisco Brines o Claudio Rodríguez.

Desde la publicación en 1956 de Áspero mundo, la voz rotunda y aparentemente liviana de Ángel González (Oviedo, 1925) se fue enriqueciendo con nuevos registros pero siempre manteniendo unas coordenadas muy claras. Fiel a la firme defensa de la dignidad y la ética como valores poéticos y a la celebración de la vida como algo único, a pesar de los muchos sinsabores que en ocasiones el vivir depara.

“Para que yo me llame Ángel González,
para que mi ser pese sobre el suelo,
fue necesario un ancho espacio
y un largo tiempo:
hombres de todo mar y toda tierra,
fértiles vientres de mujer, y cuerpos
y más cuerpos,
fundiéndose incesantes
en otro cuerpo nuevo”.

“… yo no soy más que el resultado, el fruto,
lo que queda, podrido, entre los restos;
esto que veis aquí,
tan sólo esto:
un escombro tenaz, que se resiste
a su ruina, que lucha contra el viento,
que avanza por caminos que no llevan
a ningún sitio. El éxito
de todos los fracasos. La enloquecida
fuerza del desaliento…”

Con este dulce laconismo se definía en el primero de sus libros. Al que seguirían una larga decena de propuestas que estructuran una de las obras más sólidas de la poesía en español del siglo XX. Escritos con voz propia y personalísima, están para la historia: Sin esperanza con convencimiento; Grado elemental; Palabra sobre palabra; Tratado de urbanismo; Breves acotaciones para una biografía; Notas de un viajero; Prosemas o menos; Otoños y otras luces

“Ayer fue miércoles toda la mañana.
Por la tarde cambió:
se puso casi lunes,
la tristeza invadió los corazones
y hubo un claro
movimiento de pánico hacia los
tranvías
que llevan los bañistas hasta el río”.

“Y sin embargo,
piadosa luz,
y muerte más piadosa que la vida,
que detuvo en los lienzos del recuerdo
contigo hacia la sombra,
tan lejanos y claros,
tan imposibles ya,
pero contigo, en ti al fin para siempre
-mañana es nunca, nunca, nunca-
esos días azules y ese sol de la infancia”.

Como glosa la peculiar biografía de Luis García Montero, vivió siempre comprometido con la España en que no había sitio para un padre republicano, que fue maestro y dejó su huella, y un hermano absurdamente fusilado por la represión franquista. Después, así son los años y su peso, se fueron sucediendo viajes, premios (el Príncipe de Asturias, el García Lorca o el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana), trabajos y destinos. Entre aquel primer Oviedo, Alburquerque (Estados Unidos) y Madrid transcurrió el escritor y la persona. El escritor admirado y referente, la entrañable persona.
Guía moral y referente de generaciones diversas, había en Ángel González la misma proporción de dignidad y sencillez, de humor y de pudor, de inteligencia y despojamiento que en sus poemas, apuntó al despedirle uno de sus amigos de siempre.

“Se diría que aquí no pasa nada,
pero un silencio súbito ilumina el prodigio:
ha pasado
un ángel que se llamaba luz, o fuego, o vida,
y lo perdimos para siempre”.

El ser humano Ángel González pasó pero persevera. Queda entre nosotros el peso trascendente de su obra. Su voz inconfundible. La honda dimensión de su poesía:

“Pero hoy,
cuando es la luz del alba
como la espuma sucia
de un día anticipadamente inútil,
estoy aquí,
insomne, fatigado, velando
mis armas derrotadas,
y canto
todo lo que perdí: por lo que muero.”

Mañana no será lo que Dios quiera
Luis García Montero
Alfaguara