Cabrera Infante, fallecido en Londres el 21 de febrero de 2005 muy lejos de Gibara, provincia de Oriente, Cuba, dónde había nacido 76 años antes, había dejado para la historia de la literatura una obra maestra: La Habana para un infante difunto, que comienza como una memoria infantil y concluye como una fantasmagoría del sexo, un auténtico museo de mujeres por el que nos guía un narrador que explica cada boceto, detalla cada dibujo, perfila y exhibe cada cuadro hasta mostrárnoslo como carne palpitante.

Pero además la leyenda de Cabrera se cimenta en otras novelas de un peso irrefutable, como Vista del amanecer en el Trópico, Holy smoke, Delito por bailar el chachachá, Tres tristes tigres, esa galería de voces de la que el autor se sentía especialmente orgulloso, volúmenes de relatos (Así en la paz como en la guerra, Todo está hecho con espejos), guiones (Banishing Point), colecciones de ensayos (Exorcismos de esti(l)o, Mea Cuba) y escritos sobre periodismo y como crítico de cine (Un oficio del siglo XX, Arcadia todas las noches y Cine o sardina).

Pero se sabía con certeza que el círculo no estaba cerrado y que durante sus últimos años había trabajado y concluido una nueva novela que, con claros tintes autobiográficos, profundizaba en aquel exuberante fresco sobre La Habana de su juventud. «Según la física cuántica se puede abolir el pasado o, peor todavía, cambiarlo. No me interesa eliminar y mucho menos cambiar mi pasado. Lo que necesito es una máquina del tiempo para vivirlo de nuevo. Esa máquina es la memoria».

Otra e inconstante ninfa

Gracias a la labor de Miriam Gómez, casada con el autor en 1961 y desde entonces su compañera y cómplice inseparable, llega hasta el lector la que podría ser penúltima entrega de su obra total. Parece que todavía queda otra en la recámara mientras Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores anuncia para el próximo año, y probablemente en nueve tomos, la edición de sus obras completas.

La que ahora nos llega lo hace revalidando lo mejor de este extraordinario narrador en toda su esencia, ya sean los juegos de palabras que tanto le fascinaban como minucioso explorador del lenguaje, ya sean las referencias cinematográficas o literarias, el gusto por el habla popular o el peculiarísimo humor marca de la casa.
Dejó Cabrera Infante atado y bien atado, aunque escrito a mano en una letra sólo descifrable para su mujer, todo lo concerniente a la obra que nos ocupa. Esta ninfa inconstante se hace llamar Estela, apenas ha llegado a los dieciséis años, ronda el metro sesenta de altura y no alcanza a entender la palabrería de ese maduro escritor de cine que se ha prendado pasionalmente de ella.

Suena a la Lolita de Nabokov, ¿verdad?, pero estamos ante otro tipo de enredo. No es esta otra de esas historias de amor en la que un intelectual talludo -él tiene ya una edad y una esposa que ha dejado de esperarlo despierta…-, queda atrapado en la belleza núbil de una cuasi-niña. No lo es porque la Estela de esta historia es todo menos inocente y juega con un plan minuciosamente elaborado.

Amable infección

Autobiográfica a través de detalles que salpican el texto, el autor señala en el prólogo que el lector puede, si quiere, creer que nada ocurrió o que esta historia del periodista pobre y su hallazgo nunca tuvo lugar excepto, claro, apostilla en un último guiño, «en mi memoria».

Tuvo que hacer un hueco en medio de la realidad, escribe. Yo era, fui ese hueco. Ella se había encargado de contaminarlo todo. Era, de veras, como una infección. Ese verano ella lo había dominado todo, como domina una bacteria la vida. Pero había sido, en un momento de nuestro encuentro, una querida bacteria que produjo una infección amable. Larvado viví y estuve enfermo por un tiempo.

Cabrera en estado puro, no defrauda esta penúltima entrega de quien sostuvo en la vida que relatar es tan antiguo como el hombre, tal vez incluso más antiguo, «pues bien pudo haber primates que contaran cuentos todos hechos de gruñidos que es el origen del lenguaje humano: un gruñido bueno, dos gruñidos mejor, tres gruñidos ya son una frase. Así nació la onomatopeya y con ella, más tarde, la epopeya.»

 

La ninfa inconstante.

Guillermo Cabrera Infante.

Galaxia Gutenberg.