Así no les falta razón a los que hablan de un premio populista con el que la Academia sueca se garantiza un eco que sería impensable si la distinción este año nos hubiera descubierto a otro poeta estupendo en la línea del sueco Tomas Tranströmer o la polaca Wisława Szymborska. ¿Pero realmente la tan extensa como diversa obra de Dylan es bien conocida hoy por un veinteañero? Quizá el premio despierte la curiosidad de los que nacieron con el nuevo siglo. Afortunados ellos. En cualquier caso, Dylan no necesitaba el premio como los arriba citados pero tampoco lo necesitaban Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa.

Están en lo cierto los que gritan nombres incontestables que merecían más el premio, llámense Philip Roth o Ismail Kadare. Sin duda, pero también se lo han adjudicado a unos cuantos escritores muy inferiores a Dylan. Además no merece la pena escandalizarse sabiendo que es tradición que los mejores entre los mejores se mueran sin el trofeo: los Joyce, Kafka, Proust, Pessoa, Borges…

Tienen la verdad de su lado los que han recordado que la de Dylan no es lo que se entiende convencionalmente por una obra literaria. ¿Acaso lo es la de Svetlana Alexievich, galardonada el año pasado y autora mayormente de reportajes y ensayos para la prensa? No pasó nada y además si se siguen difuminando las fronteras manejadas hasta hace poco por el Jurado, se acabará premiando a Woody Allen, que muerto Ingmar Bergman lo merece más que nadie entre los cineastas.

Análisis exigente

Tampoco se equivocan del todo los que cuestionan si las letras de Dylan soportarían un análisis exigente sin el apoyo de la voz y la música. Probablemente no pero es que –vaya sorpresa– las canciones se escriben para ser cantadas. También las obras de teatro se escriben para ser interpretadas –y cobran sobre las tablas su verdadero sentido– y eso no ha impedido distinguir con el Nobel en los últimos años a dramaturgos como Harold Pinter y Dario Fo.

Dicho esto, no cabe sino estar bastante de acuerdo con los que dicen que en realidad no se premia a Dylan sino a una generación de músicos irrepetibles que comenzó en los sesenta y llevó la canción a una dimensión inédita hasta la fecha. Puede ser cierto pero al menos se ha elegido si no al mejor (que eso va en gustos), sí al más importante, al más influyente, al maestro de todos ellos y de los que vinieron después.

Dylan cambió a los Beatles a mejor. Sin Dylan Bruce Springteen habría sido de otra manera. Es un músico de músicos. Solo él puede despertar por igual la admiración de tanto peso pesado del rock; le adoran Leonard Cohen, Van Morrison o Neil Young pero se podrían citar una docena más entre los grandes. Su magnetismo probablemente nazca de su seguridad: él sabe mejor que nadie que está un escalón por encima del resto. No hay más que ver el final de El último vals (1978) de Martin Scorsese para comprobarlo.

En fin, a detractores y partidarios no les falta razón en lo que dicen. Pero más allá del debate, el caso Dylan ha sido un regalo para todos. Por un ratito periódicos, páginas web y redes sociales han dedicado más espacio a criticar o celebrar a uno de los iconos indiscutibles del siglo XX en detrimento de las diferencias entre Iglesias y Errejón, la enésima parida de Trump o la última declaración de Piqué o Ramos. Y las teles han elevado el nivel mientras han sonado sus canciones.