Stefano Russomanno (Milán, 1969) creció guardando en la memoria como oro en paño una idea disparatada que leyó de chico. Había caído en sus manos un artículo que relataba un experimento realizado a partir de las imágenes en alta resolución que las sondas Voyager habían enviado a nuestro planeta a su paso por Saturno. Se trataba de reproducir los anillos de Saturno en un disco de vinilo y pinchar la aguja a ver qué sonaba. Y lo que sonó fue, entre penosas señales amorfas, algo parecido a un pedacito de la Ofrenda musical de Johann Sebastian Bach. Ridículo sí o sí, Russomanno ya no pudo nunca más mirar las estrellas sin imaginar ese vínculo secreto que aún hoy le obsesiona, una relación indisociable que le lleva a sentir, que no escuchar, acordes y melodías aparentemente inaprensibles, tan sugerentes como inefables. La música invisible.

El experimento bachiano es el primero de otros muchos que Russomanno nos invita a escuchar de nuevo con oídos más atentos. En unos casos son agotadores pasotes, como la pieza para teclado Vexations de Erik Satie, cuya duración ronda las 24 horas (un pianista italiano la interpretó de forma ininterrumpida durante veinte horas gracias a un catéter que le eximía de ir al baño); en otros casos, son obras inacabadas que encierran más misterio que frustración y que al fracturarse de golpe multiplican su embrujo si quien está detrás es Schubert, que tantos trabajos dejó carentes de final y llenos de magia.

Se nota que Russomanno, que es responsable de la sección musical del suplemento cultural del diario ABC, disfruta haciéndonos transitar por los puentes y los atajos secretos de la música, por los pasadizos y rodeos menos obvios, por los caminos menos trillados que conectan las materias más dispares. Se detiene así en el apego por los números de tantos compositores del pasado y del presente en la construcción de su universo musical: de Alban Berg a Francisco Guerrero pasando por Bach.

El silencio más elocuente

Félix de Azúa, que ha calificado a Russomanno como un “extraordinario indagador de objetos musicales invisibles”, dedicó una entrada de su Diccionario de las artes al “Silencio” y a las grandes obras maestras del silencio. Brillan ahí con luz propia las páginas que Russomanno consagra al poder de lo no dicho en la obra de Anton Webern (“tal vez ningún otro compositor haya concedido un margen tan relevante a la invisibilidad”) o al modo en que Jean Sibelius separa los últimos seis acordes de su quinta sinfonía con silencios “nórdicos, majestuosos, espaciosos”.

”Dondequiera que estemos, lo que oímos es en su mayor parte ruido. Cuando lo ignoramos, nos molesta. Cuando lo escuchamos, lo encontramos fascinante”. Así arranca Silencio (Ardora Ediciones, 2012), el célebre libro-manifiesto de John Cage. Palabras que a buen seguro son un catecismo vital para Russomanno, capaz de disfrutar de vinilos que recogen el sonido sin editar de un único río durante más de una hora (su elepé favorito es el dedicado a un riachuelo localizado en el extremo norte de Noruega) o tirarse un buen rato escuchando a una tropa de anfibios gritones. “Las ranas”, escribe, “son las cantoras de una música superior”, responsables de una música de las vísceras que gozosamente le remueve las entrañas tanto en grabaciones disponibles (sí, sí, también hay discos protagonizados por batracios) como en directo, tal como le sucedió una noche de verano, en una charca de la sierra madrileña, con un coro de ranas dispuestas a no dejarse ver pero sí a croar como si no hubiera un mañana. Situaciones bizarras para un libro leve y pudorosamente autobiográfico, raro en el mejor de sentido, único en su especie.

La musica invisibleLa música invisible. En busca de la armonía de las esferas
Stefano Russomanno
Fórcola
200 páginas
19,50 euros