¿O estamos hablando de un número y una letra: el 44.904 y la “S” de spanier, español, que le estamparon en el pecho sobre un triángulo rojo durante los años en los que estuvo deportado en el campo de concentración de Buchenwald? Aquel al que otro preso salvó la vida al escribir en su ficha de ingreso “estucador” en lugar de “estudiante”, consciente de que las personas con oficios manuales eran enviados a talleres lo que aumentaba las posibilidades de sobrevivir a aquel infierno? ¿O acaso del convencido comunista que se alista en el Partido y forma parte del Comité Central desde 1954? ¿O de aquel otro que en una maniobra sin nombre fue expulsado del PCE once años más tarde?

¿O hablamos del intelectual de peso? ¿De quién ha sido con toda probabilidad el ministro de Cultura más sólido que haya conocido la reciente democracia española? ¿O de ese escritor mucho menos leído que citado que ha dejado para la historia uno de los ciclos autobiográficos más esclarecedores de la Europa contemporánea? ¿O nos estamos refiriendo al escéptico ejemplar que supo denunciar, por mal que le fuese en su momento, los totalitarismos y las sinrazones de cualquier signo? ¿Del ser humano ético pues; del coherente?

¿O del demonizado? ¿De aquel al que se purgó sin haberlo escuchado? ¿O, muy al contrario, del hombre que se negó a formar parte de campaña hagiográfica alguna?

¿O del profundo conocedor; del apasionado por el arte? ¿De quien tuvo en Goya, en Velázquez y en Picasso buena parte de sus dioses? (“El Museo del Prado es un templo en el que siempre he sido feliz; la pintura, una religión”, dejó escrito).

Uno y tantos a la vez. ¿De quién estamos hablando? De qué Semprún en ésta, la primera madrugada de su ausencia, cuando, biológica y rebelde, la mancha inmaculada de su pelo, ajena a lo que el resto del organismo ha dispuesto, se empeña aún en seguir creciendo.