Siempre es algo resbaladizo –aunque sea inevitable y de hecho necesario– opinar sin el beneficio de la perspectiva que concede el tiempo; las mareas de la moda nos conducen a los temas candentes y ahí, una vez iniciado el debate, se hace difícil morderse la lengua –ese ego carnoso– para no soltar nuestro bien enarbolado “parecer” sobre el asunto, ya sea éste el fanatismo religioso, el nacionalismo catalán o la coleta de Pablo Iglesias. En nuestro afán por participar en el mundo e ingresar en el habla, la opinión o doxa, diría Platón, puede convertirse en un engañoso imperativo, y nosotros, llevados por el pulso de la actualidad, en doxóforos, “aquellos cuyas palabras en el Ágora van más rápidas que su propio pensamiento”.

“En el mundo árabe no hay más que atraso y machismo”, “los catalanes y los vascos sólo quieren hablar su lengua”, y un infinito etcétera: opiniones envenenadas que aparentemente nacen de una especie de inercia comunicativa y acaban siendo disparos inmovilizadores, frases incontestables que se extienden como epidemias. Afortunadamente, muchos se aseguran de matizar o rebatir esos juicios lapidarios; su experiencia se hace el referente en el que apoyarse y al que echar mano para que la opinión no se convierta en ese posicionamiento atolondrado que puede ser a veces el disfraz de la ignorancia.

Juan Goytisolo personifica, además del genio literario, la figura del intelectual comprometido, del escritor siempre dispuesto a condenar las actitudes más reaccionarias e inflexibles; sus ideas sobre problemas sociales y políticas han llenado páginas de ensayos y artículos periodísticos durante décadas y aún hoy, a sus 83 años, continúa actualizando una mirada lúcida y renovadora.

Hijos de las migraciones

Para los intelectuales que, como Juan Goytisolo, escaparon de la encerrona del franquismo, cruzar los Pirineos de vuelta era algo así como subirse a la máquina del tiempo: de la rica amalgama cultural creada por la inmigración en el Sentier parisino o el Manhattan de Nueva York, el escritor catalán llegaba a la España de los setenta y se enfrentaba con la aburrida planicie de una población más bien homogénea.

Se había instalado en Francia en los años cincuenta como un “inmigrante de lujo, que no buscaba el pan sino una atmósfera abierta al mundo en la que fuera posible respirar”, y durante años presenció la llegada de oleadas de migrantes, primero del norte de África y del sur y el este europeo, después de las más diversas zonas del globo. No se limitó a presenciar, por supuesto: participó activamente en un intercambio en cuya riqueza podía instalarse sin moverse del distrito parisino, como aquel fructífero trueque, un episodio al que Goytisolo suele volver con cariño, por el que cambiaba cajetillas de tabaco por clases de turco: «Tras el golpe militar de 1980, el barrio se llenó de exiliados políticos procedentes de Estambul y Anatolia: de la noche a la mañana surgieron cafés, restaurantes, peluquerías; las calles amanecían empapeladas con carteles revolucionarios escritos en un idioma para mí desconocido hasta el punto en que, para no sentirme extraño en mi barrio, decidí aprender el idioma de los recién llegados».

El tema de la inmigración, tanto desde la alegría provocada por la riqueza de la diversidad como desde la preocupación ante la generación de prejuicios y actitudes xenófobas o la exaltación de identidades asfixiantes, ha sido una constante en toda la obra de Goytisolo, de su creación literaria y de su labor como articulista y crítico de su tiempo.

Su experiencia, que hace del mapa del mundo el libro en el que las palabras establecen sus lazos sanguíneos, le concede una intuición que es capaz de verle las orejas al lobo del futuro y dibujar paralelos en el espacio y el tiempo. Un ejemplo: a finales de los noventa, apareció el artículo Españolas en París, moritas en Madrid, que Goytisolo escribió después de observar incrédulo a los turistas españoles que paseaban por Marrakech “en una actitud de condescendencia simpática con los indígenas”, y que, instalados desde hacía unos años en la burbuja alucinada del bienestar, recibían con desconfianza a la recién nacida inmigración olvidando que sus propios padres habían pertenecido a una generación de emigrantes.

La relación que hacía Goytisolo después de escuchar a una amiga española que había contratado a una “morita del norte”  (“si les educas un poco, te son fieles y se portan bien”, aseguraba la individua) no tiene desperdicio: tan sólo unas décadas antes se había impreso en Francia la Guide bilingüe ménager, un manual con las claves para tratar a las empleadas domésticas recién llegadas de España; en realidad un auténtico recetario de prejuicios que resulta casi divertido: “El español tiene el sentido del deber y no el de la reivindicación, tan querido del francés. En general, no se queja y acepta su condición, con esa fatalidad heredada de la ocupación árabe”; “no intente tampoco discutir o razonar, utilizando su lógica deductiva francesa. En la mayoría de los casos, el español no le comprenderá, pues es más bien intuitivo”.

Un artículo puntual que es ejemplo de una voluntad crítica constante, siempre alerta ante esa concepción tribal de la identidad que seguimos suscribiendo por costumbre, por falta de imaginación o por cobardía. Siempre dispuesta, además, a condenar los discursos engañosos que tratan de definir al otro, al recién llegado, al diferente: ya sea con una actitud abiertamente despreciativa, o, más encubiertamente, con el comentario que se apoya en el paternalismo compasivo del “pobrecitos”, con el parche de colorines de los mercadillos y festivales “multiétnicos”, o con los discursos disfrazados de tolerancia de políticos cuya voluntad última es el férreo control de las minorías.

La condena de Goytisolo acaba, en fin, por traducirse en un rechazo sin concesiones al egoísmo maniqueo y al nacionalismo reduccionista: «digámoslo bien claro: los nacionalismos exclusivos manipulan los sentimientos en detrimento de la razón y se encierran en el falso dilema entre lo bueno nuestro y lo malo ajeno». Aquella frase barojiana de “el nacionalismo es una enfermedad que se cura viajando” se retoma en los textos de Goytisolo y nos conduce a una llana certeza: la de que todos somos hijos de las migraciones y sólo aprendiendo a convivir nuestra historia tendría sentido.

Sospechoso de ganar el Cervantes

“Cuando me dan un premio oficial sospecho de mí mismo”, ha sido una frase repetida por los medios aquí y allí desde que el pasado lunes Juan Goytisolo recibiera el Premio Cervantes. No deja de ser curiosa esa especie de tregua con la que la institución trata de dar cabida a los que desde siempre se han posicionado como disidentes: hace unos años fue Nicanor Parra, el creador de la antipoesía, el que recibía un premio de una oficialidad que de alguna manera pasaba a incluirlo dentro de la tradición poética institucionalizada, esto es, a transformarlo en aquello contra lo que se había rebelado.

Que de repente la institución se dedique a escoger amigos entre los que la apuntan con un rifle puede que indique una buena voluntad autocrítica, una creciente porosidad y capacidad de cambio, o puede simplemente que apunte a los mecanismos de reapropiación por los que lo oficial acaba fagocitando todo lo alternativo. Pero si la institución cree que se hace fuerte incluyendo a la crítica, ésta le devuelve la jugada: Goytisolo responde considerándose “sospechoso de ganar el Cervantes” y aprovechando la ocasión para denunciar las lacras de los viejos partidos políticos y señalar la necesidad de cambio, lo que le concede una importante ventaja: ha pasado de acusar y reírse de la institución como disidente en el exilio a hacerlo desde dentro. Algo mucho menos común y mucho más interesante.

NOTA DEL DIRECTOR: Artículo publicado por Ana Ola Orero el 2 diciembre de 2014 que, por su interés, reproducimos cuando apenas acaba de fallecer Juan Goytisolo.