De inmediato, los expertos pusieron nombre al fenómeno y corrió por el mundo lo de “boom latinoamericano” para anunciar que quedaba abierta una época literaria distinta.

Él sonreía detrás de sus rizos y un bigote azabache como sin acabar de creerse lo que estaba sucediendo. Venía de Colombia, se había forjado en el periodismo de compromiso en el que seguía creyendo y trabajando. Respondía oficialmente por Gabriel más dos apellidos cuya fama aumentaba, aunque pronto aprendimos que en realidad atendía por Gabo. Tras esas cuatro letras, Gabo, se escondía un mundo creativo sin fronteras. Lo supimos.

Fabulando sobre la soledad, su soledad, nos enseñó a ver la nuestra. Al leerlo fuimos Aureliano Buendía envuelto en su recuerdo del hielo frente a un pelotón de fusilamiento, o el coronel a la espera eterna de una carta que nunca acabó por llegar. Fuimos el viejo desnortado al que le nacieron unas alas grandes e inexplicables. Hicimos nuestra la pasión, su pasión, en los tiempos del cólera. Sentíamos Macondo como un estado de ánimo.

Nos hechizaba. Por eso fuimos el patriarca en su otoño y el cadáver de una muerte anunciada y la frustración del general en su laberinto o la inmensa desazón de quien cae derrotado ante la imposibilidad de aceptar que, tantas veces, los sueños se quedan en sueños.

Escribía, leíamos. Nos hechizaba. También fuimos por eso el secuestrado de su noticia, y el niño que pierde a sus abuelos y enferma de melancolía, la rabia incontenida de quien solo quiere ver fraguada la venganza o la tristeza visceral de las putas de sus deseos…

Nos hechizaba. Él, como sin acabar de creerse lo que estaba sucediendo, escribía al tiempo que sus personajes con literaria, irrefutable realidad, demostraban que por encima de la muerte, la vida es la que no tiene límites.

Ahora, cuando la soledad decisiva se ha adueñado de su nombre sabemos que detrás de un bigote ya blanco, blanquísimo en el recuerdo, por siempre, para siempre, nos seguirá hechizando.