Este sugerente recorrido es el que nos proponen César Antonio Molina y Mauricio Wiesenthal en Lugares donde se calma el dolor y Libro de réquiems, dos obras voluminosas y entrañables, apasionadas y eruditas. Hoy nos centraremos en la primera para dedicarnos a la segunda la próxima semana.

Tiempo detenido

¿Existen lugares donde estamos libres del dolor, lugares donde no nos puede alcanzar la muerte? Se nos formula esta pregunta desde las páginas de Lugares donde se calma el dolor, para invitarnos a entrar en esos espacios donde el tiempo se detiene.

Hacia esos puntos de la tierra en los que es posible dialogar con nuestro pasado y con los viejos maestros nos lleva de la mano el autor para mostrarnos los lugares que fueron señalados, a lo largo de la historia y de la cultura, por quienes captaron su magia y en ella se quedaron enganchados.

Desde la experiencia y la emoción, el poeta, crítico y ensayista César Antonio Molina, que fuera en otro tiempo director del Instituto Cervantes y Ministro de Cultura, cartografía un fascinante mapa de rincones para el sosiego. Un viaje que arranca en la colina de Posillipo, frene a la bahía de Nápoles, al pie de la que desembarcó el Eneas de Virgilio para quedar deslumbrado por una de las esquinas más míticas y bellas del planeta.

Desde allí arranca ese periplo cautivador que nos atrapa y nos enseña a mirar de otro modo hacia un mundo intemporal y perdurable por el que desfilan delicatessen de los cinco continentes.

De viaje

Ascendemos el Vesubio envueltos en las palabras “había quienes por miedo a la muerte llamaban a la muerte” con las que Plinio el Joven expresaba el terror provocado en el año 79 antes de Cristo por la terrible erupción de aquel volcán.

Recorremos San Petersburgo cautivados por la prosa de Pushkin, el recuerdo de Nabokov, la música de Chaikovski que aquí decidió dejarlo todo, y la vida, en noviembre de 1893 tras rematar la composición de su sinfonía Patética y un sol frambuesa descansa sobre la belleza de la Casa de las Fuentes y el Canal Priazchka.

O nos refugiamos en el Village, ese exclusivo barrio neoyorquino que fuese hasta muy avanzado el siglo XIX un pequeño pueblo en el que se refugiaron los habitantes de Manhattan durante la epidemia de fiebre amarilla de 1822.

Y el Lago de las Flores de Loto, en Pekín, o la recoleta ciudad brasileña de Petrópolis en donde el escritor Zweig decidió claudicar y en compañía de su mujer brindar con veneno y largarse al otro barrio.

O aquel cementerio de Rabat que alberga una tumba que implora silencio y respeto porque en ella yace un enamorado, una tumba sobre la que van y vienen parsimoniosamente las cigüeñas como si fueran los pensamientos que regresan de ser pensamientos.

O la luz ocre del atardecer sobre el parisino cementerio de Montmartre en donde tres rosas rojas permanecen frescas cada día sobre la piedra que arropa al cineasta François Truffraut.

Sentidos y vividos

Y a la hora en que se duermen las farolas, la nieve haciendo traslúcida la madrugada de un Moscú “que no tiene un lugar para mí”, como escribió poco antes de arrancarse el corazón Marina Tsvietáieva, acaso la más grande creadora que haya dado el alma rusa a la expresión poética. O las orillas verdes de los ríos Grande y Jomulco próximos a Zacatecas, en México.

Y esquinas de Roma, y puentes sobre el Drina en la antigua Yugoslavia, y el Buenos Aires de los hoteles perdidos, de las estaciones de ferrocarril que miran, enfermas de nostalgia, hacia el Río de la Plata. O la diminuta estancia del Callejón de Oro, en Praga, desde la que Franz Kafka tejía historias adelantadas a su tiempo para denunciar la grandeza y la miseria de la condición humana.

Un aluvión de lugares sentidos y vividos por quienes, con sus obras, han contribuido a dibujar trazos sin los que hoy no concebimos la historia del hombre sobre el mundo. Espacios donde se calma el dolor porque, como escribió La Bruyere: «Admiramos ciertos lugares; otros nos conmueven y desearíamos vivir en ellos. Porque dependemos de los lugares en lo que atañe al espíritu, el humor, la pasión, el gusto y los sentimientos».

Dejémonos llevar. Viajemos. Nos nos obsesionemos con llegar. Viajar también es el trayecto; el estar yendo. Disfrutemos ahora de esta oportunidad, del lujo de hacerlo hacia lugares donde el dolor se calma.

Lugares donde se calma el dolor.

César Antonio Molina.

Ediciones Destino. Colección Áncora y Delfín.