La realidad registra que ha muerto un hombre. Era escritor. Se apellidaba Salinger y ha dejado una obra corta, -apenas cuatro libros-, y estimable, en la que sobre las otras destaca aquel relato que en 1951 tituló The catcher in the rye, traducida como El guardián entre el centeno, que sirviéndose de un lenguaje nuevo mostraba las andanzas del inconformista y adolescente Holden Caufield.

¿A qué tanto revuelo?

«Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde nací, como fue todo ese rollo de mi infancia, qué hacían mis padres antes de tenerme a mí, y demás puñetas estilo David Copperfield, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Primero, porque es una lata y, segundo, porque a mis padres les daría un ataque si yo me pusiera a hablarles de su vida privada».

Así arrancaba aquel relato transgresor que ha vendido hasta la fecha más de 70 millones de ejemplares. A los 91 años ha muerto su autor. El hombre esquivo que dejó de escribir para el público en 1965 cuando firmó en el New Yorker «Hapworth 16. 1924″.
Entre aquel guardián y éste, su testamento literario, apenas unos pocos textos (Frann y Zooey; Levantad, carpinteros, la viga del tejado; Seymour: una introducción y Nueve cuentos). No hay más.

¿A qué obedece entonces tanto revuelo? Tienen justificación puramente literaria estos ríos de tinta, todas estas horas de informativos dedicados al adiós de quien había confesado a su agente literario: «Estoy en este mundo, pero no soy parte de él».

Jerome David Salinger había nacido en Nueva York en 1919, hijo de un importador de jamones bien situado y de una madre de ascendencia irlandesa. Nunca destacó en los estudios. Tampoco lo hizo en la academia militar de Pensilvania en la que estuvo algún tiempo antes de alistarse como voluntario y prestar servicios de contraespionaje en Inglaterra.

Tras participar en el desembarco de Normandía el 6 de junio de 1944, persiguió a miembros de la Gestapo y a colaboracionistas franceses y viajó por Europa. Finalmente regresó de Viena, París, Londres y Varsovia con unos cuantos cuentos debajo del brazo que en principio fueron sistemáticamente rechazados hasta que en 1948 The New Yorker, la revista que sería su escaparate como autor, publicó el relato Día perfecto para el pez plátano.

El silencio como industria

Vendría después y al rebufo de El guardián entre el centeno un reconocimiento que nunca le satisfizo, renunciando desde el primer momento a la vida pública de escritor. Del resto se ha hablado a borbotones en los últimos días.

De un modo que probablemente él calificaría de impúdico, cada cual se ha creído en el deber de hablar de su ostracismo, de los humores, de sus mujeres, de rarezas y frustraciones, de sus relaciones sexuales, de su desprecio a las luces de la fama, del rosario de conflictos que gravitó sobre una existencia de la que desveló algunos enigmas su propia hija, a la que el autor declaró la guerra a raíz de unas memorias en las que ésta desvelaba, por ejemplo, que Salinger solía beberse su propia orina como parte de un extraño ritual. Que, tras alejarse del cristianismo y del misticismo hindú, en los últimos tiempos se había acercado a la Iglesia de la Cienciología. Que era, siempre según su hija, un hombre despótico obsesionado con preservar su privacidad.

Ha muerto. Se va un escritor del que parece interesar más su mutismo y su difícil personalidad que una obra no leída o mal leída por quienes parece que lo hubiesen tenido sentado en el salón de su casa durante décadas.

Pero el hecho es que Salinger, sin quererlo, creó en torno a su persona y a su silencio toda una industria. Al aire de fanáticos, de críticos y, cómo no, de cotillas, se ha alimentado un perverso negocio cuyo eje no es el literario, sino el show de la curiosidad malsana. Aquel que vulnerando el deseo expreso del protagonista, se siente con derecho a meter las manos en la masa vital de quien, en principio, sólo deseaba estar sólo.