Pasaron los años y fue cayendo de su mano un aluvión de sorpresas en muy distintos formatos. El tiempo y un fascinante talento para la escritura nos colocaron ante los ojos novelas y cuentos, ensayos y artículos y obras de teatro y biografías y… Ruedan hoy los nombres de su obra (más de 50 títulos) por los noticieros del mundo y cada cual señala aquello que más le deslumbró. Apuntan unos la sorpresa que provocó en 1959 la aparición de Los jefes. Reseñan otros la dimensión de La tía Julia y el escribidor; La Guerra del fin del mundo; La Fiesta del Chivo; El paraíso en la otra esquina o La orgía perpetua…Coincidimos todos en que alguien que a los 32 años había dejado ya para la literatura La ciudad y los perros (escrita a los 26), La casa verde (a los 29) y esa deslumbrante Conversación en la catedral con poco más de 30, no tenía que haber esperado hasta los 74 para que se le reconociesen esos monumentos.

Esta vez era verdad

Tardó, pero en el mediodía del jueves 7 de octubre acabó por imponerse la justicia. Veinte años tardó. Veinte o más años resonando su nombre entre las paredes de un Premio que acababa por otorgársele, con más o menos mancha o acierto, a escritores de muy distintos registros y latitudes. Cuando en la mitad del jueves el secretario de la Academia Sueca le llamó para anunciarle la noticia, “aquel chico tan guapo que escribe tan bien” creyó que era un broma porque “últimamente mi nombre ya no estaba sonando como antes. Nadie me había llamado para preguntarme si me sentía favorito”.

Pero esta vez era verdad, su nombre y el Premio de los premios comenzaban a viajar definitivamente juntos. Veinte años después de que Octavio Paz lo recogiera, el Nobel de Literatura volvía a hablar en español.

Es la undécima vez que esto sucede y la sexta que un autor latinoamericano conquista el gran premio de las letras. Dicen los de Suecia que se lo merece “por su cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes sobre la resistencia, la revuelta y la derrota individual”, que es como reconocer que en su arsenal de registros, ese en el que han florecido historias de todos los matices, siempre ha habido lugar preferente para el reflejo de la denuncia y de la ponzoña que hoy y siempre han acompañado al poder. “Soy básicamente escritor y me gustaría ser recordado, si se me recuerda, por mi obra literaria, pero también soy ciudadano y tengo, como es obligatorio en todo ciudadano, el deber de expresar mis ideas y participar en el debate público”.

Así lo cumple. En los libros de Vargas Llosa aflora la voz de quien no ha eludido nunca el compromiso con su tiempo. De quien no ha dudado en la denuncia de situaciones, personajes y gobernantes de los más diversos colores. Eso le ha provocado no pocos revolcones, pero él, también de la mano del periodismo, no ha dejado de viajar a lomos de una escritura que se adentra sin ataduras en lo que, por duro que resulte, ha sucedido y está sucediendo. “Seguiré hasta que muera escribiendo a favor de la democracia y comprometido contra todo autoritarismo”.

En español

Y el español. Siempre el español y su defensa, su mimo, su reivindicación como lengua decisiva en la historia de los hombres sobre el mundo. En sus primeras declaraciones tras la concesión, Mario Vargas Llosa, desde el estrado del Instituto Cervantes en Nueva York, -(la sede del Instituto en Berlín lleva su nombre)- , lugar desde el que quiso hablar por primera vez como Nobel “porque no se me ocurre mejor manera ni mejor sitio para promocionar el español”, sentenció: “Este es un reconocimiento a la lengua en la que escribo”.

Siempre ha sido así. Aquel tópico de “es un embajador…” es absolutamente veraz en este caso porque Mario Vargas Llosa, que también tiene la nacionalidad española, se siente “sobre muchas otras cosas emisario de la lengua en la que me comunico y por ella dispuesto a todos los esfuerzos”.

Por eso estamos de fiesta. Lo estamos todos los que tenemos en la literatura un refugio, pero lo estamos, sobre todo, los más de 400 millones de personas que lo hablamos y lo escribimos como lengua materna. Quienes tenemos la suerte inmensa de poder leer en su idioma original a quien se declara orgulloso de una herencia cultural que concreta en Cervantes, Góngora, Quevedo, Borges y Paz.

Aquel chico guapo que escribe tan bien ha crecido y, -por eso estamos de fiesta-, nos ha instalado en nuestra lengua en la gran literatura.