El cuadro, de gran formato (198,2 x 147,3 cm), es un retrato de uno de los amantes del pintor y refleja un torso masculino contorsionado y deshaciéndose en páginas blancas bajo la luz de una bombilla. La última vez que esta obra salió al mercado, en 2000, en la sede neoyorquina de Christie’s, se remató por cuatro millones de libras (4,8 millones de euros).

En 1966, Bacon retrató en el lienzo subastado a Dyer, a quien había conocido pocos años antes y con quien mantuvo una tormentosa relación hasta 1971, cuando el joven se suicidó la misma noche en la que el Grand Palais de París encumbraba al autor británico con una gran retrospectiva.

En la misma velada, la escultura del estadounidense Jeff Koons Cracked Egg (Magenta) se adjudicó por 14,08 millones de libras (16,89 millones de euros).

Bacon es uno de los pintores más cotizados del momento. El triple retrato que pintara de Lucian Freud en 1969 se vendió en noviembre del año pasado por 105,8 millones de euros en Christie’s Nueva York.

El horror y la violencia

El único artista capaz de convertir la crueldad y lo atroz en algo bello, Francis Bacon, nació en Dublín en 1909 para llevar a cabo uno de los legados artísticos más importantes e inquietantes de todos los tiempos.

Una curiosa sensación recorre el interior de todo espectador cuando se sitúa frente a la obra de Bacon. Es la inquietud, inevitable evocación al hablar del artista anglo-irlandés, que incomoda al público porque, en forma de aceptación o rechazo, identifica su vida con las imágenes que ve.

Bacon es el pintor del horror y la violencia, de la metamorfosis, del paso del tiempo, de aquella generación británica todavía kafkiana marcada por la impotencia de ver su poderoso imperio empobrecido tras las dos grandes guerras, de la descomposición, de lo enigmático, de la tortura, de aquella sociedad perdida en la repentina ausencia de valores religiosos y políticos, de la amoralidad, para muchos, de lo real.

Quienes le conocieron destacan, además de su gran ambición, su mirada, profunda y trascendente, penetrante en el caso de la amistad –relación que siempre entendió como “una situación en la que dos personas se destrozan”–, pero también su pasión y obsesión por la pintura.

¿Delincuente?

Este singular creador, que apostó porque sus cuadros merecieran la National Gallery o el cubo de la basura –sin término medio–, aseguró en numerosas ocasiones que, de no haber sido pintor, habría sido delincuente; convendría, entonces, agradecer a todas aquellas furias que a menudo le acechaban el haberle inspirado para la práctica de la pintura y no para tal dedicación porque, con toda seguridad, también habría convertido la delincuencia en un arte.

Su pintura es clásica porque de lo clásico parte y, sobre todo, porque así lo quería él mismo. Aunque no se le conocieron maestros, salvo Roy de Maistre, pintor australiano poco afamado que le enseñó los rudimentos del óleo, es de sobra conocida su gran pasión por la obra de autores como Velázquez –principalmente–, Goya y, en menor medida, El Greco, Zurbarán o Ribera. Tanto es así, que su mayor ambición fue siempre que su nombre pasara a la historia al lado de este grupo de míticos pintores que, con tan poco, aportaron tanto al devenir del arte.