La música de Brokeback Mountain es profunda, grave, un tanto oscura, a veces contenida, a veces explosiva aunque con dosis de cautela. Pasa de los pianissimos a los fortísimos con elegancia. Tiene una fuerte presencia de instrumentos de viento: trombones, tubas, fagots y contrafagots y también de timbales y contrabajos. El piano, como no podía ser de otra forma hablando de Charles Wuorinen, está muy presente.

Se nota su cercanía con Schoenberg y Stravinsky, pero a la vez se aprecian tintes propios de la música para western. Para muchos, como el propio Gerard Mortier se apresuraba aventurar hace solo unos días, quizás requiera de una doble o triple escucha para poder llegar a su entendimiento verdadero. La historia, sin embargo, ya es otra cosa, y requiere de “un público liberal”, apuntaba.

La presencia de la montaña

La obertura describe el poder de la montaña que lo domina todo. Su misterio, su ambigüedad y su atractivo están narrados musicalmente de forma maravillosa en esos primeros pasajes. Los mismos harán de interludio en numerosas ocasiones durante el primer acto entre los dos protagonistas de esta historia: Ennis del Mar y Jack Twist, dos vaqueros que se enamoran bajo la libertad de la montaña y que están condenados a vivir un amor imposible ante la amenaza de una sociedad fría, áspera, un tanto primitiva y peligrosa.

Del Mar, interpretado por el bajo barítono canadiense Daniel Okulitch, es el vaquero protagonista callado, más introvertido y más reacio al cambio, mientras que Jack Twist, encarnado por el tenor estadounidense Tom Randle, es más extrovertido, dicharachero y promotor del cambio. La evolución del primero es uno de los grandes temas que aborda la ópera. Su estilo recitativo, llevado en ocasiones hasta el sprechstimme (técnica vocal que se encuentra entre cantar y hablar), avanza muy poco a poco hasta que al fin, en el último acto, cuando Jack ya ha muerto y él es consciente de su soledad, aparece su única aria (o al menos lo que más puede parecerse a un aria). Eso consigue el amor.

Amenaza y libertad

La escenografía de Ivo van Hove, que debuta con esta ópera en el Real, es bastante minimalista. Las casas de los dos protagonistas están pensadas al estilo de Lars von Trier en Dogville (incluida la oscuridad), y la escena está presidida por un vídeo de las montañas de Wyoming que encaja perfectamente con la incertidumbre de los graves de Wuorinen. La imagen de las montañas no molesta, al contrario, hace que la amenaza esté estéticamente presente. Y también la libertad. Ahí reside precisamente la paradoja de la historia corta de Annie Proulx en la que está basada la ópera.

El libreto corre a su cargo. Es la primera vez que la ganadora de un Pulitzer se atreve con semejante hazaña, y lo hace de forma más que acertada: consigue ir al grano, sugerir, ambientar, describir personajes… Sus diálogos han sido perfectamente entendidos por el estilo declamativo de Wuorinen y ambos hacen de esta ópera (de dos actos sin interrupción y con 11 escenas cada uno) una presentación contemporánea realista, sin almidón ni excesivo sentimentalismo, del amor imposible. Quien busque polémica, no la encontrará. Tampoco aplausos a raudales ni carteles de “todas las entradas vendidas”. Con un final ambiguo, Brokeback Mountain en realidad no es más que tragedia operística al uso.