Aquel espacio del drama que para los románticos tenía un valor instrumental –era el espejo en el que se expresaba la emoción– acabó convirtiéndose en el objetivo mismo de la representación. Un disparate, fomentado por la voluntad del jedive de Egipto de encargar una ópera inspirada en su país que diera a conocer internacionalmente la nueva Ópera de El Cairo; por la mediación del prestigioso egiptólogo francés Auguste Mariette, a quien habían encargado diseñar un argumento inspirado en la supuesta costumbre de los antiguos egipcios de enterrar vivos a los traidores a la patria; por la extravagante egyptierie que invadió el diseño, la arquitectura, la moda femenina, el mobiliario burgués e incluso los servicios de mesa de las grandes mansiones; y también por la voluntad del propio Verdi de dotar a la obra de un pintoresco color local cuyo mejor ejemplo serían las trompetas que el compositor haría construir para la marcha triunfal del segundo acto, instrumentos largos y rectos de sonido estridente, alejados de las trompetas habituales de las orquestas del siglo XIX. El resultado es lo que Ramon Pla denomina «un buen ejemplo de arte pompier. Es decir, ese tipo de arte que quiere ser brillante y que seguía esquemas historicistas y retóricos del romanticismo en plena época realista».

Pero este Verdi de la madurez es demasiado excepcional para que el kitsch y las carnavaladas decadentes en las que tan frecuentemente se han convertido las puestas en escena de Aida puedan vencerlo. Incluso la marcha triunfal, el fragmento estelar de los discos publicitados –ironizaba Terenci Moix– como «música clásica para los que odian la música clásica» dista mucho de ser una mera exhibición de vacuo colosalismo escénico. «Esa confluencia de los fastos de la realeza, el clero, la milicia y las ambiciones de Radamès, todo ello en contraposición al lamento de los vencidos y la furiosa irrupción de Amonasro, león acorralado cuyos rugidos llegan a imponerse al pleito sentimental de Amneris y Aida –escribió Moix–, resulta profundamente emocionante», mucho más allá de aquel barniz pompier que tampoco se puede negar.

Para Wieland Wagner, Aida expone cómo el poder religioso, en su fanatismo inmisericorde, frena la libertad, la conciliación y el amor. Y es que, en su esencia, Aida es una obra sobre un amor que es más poderoso que el odio entre los pueblos, el conflicto entre convicciones religiosas incompatibles, las diferencias sociales e incluso las traiciones. Un amor tan sólido como el muro que impide su consumación. Es un drama íntimo sobre un amor sacrificado a los intereses del poder, desarrollado, eso sí, en un contexto que evoca el esplendor de una civilización de la que se estaba descubriendo un legado indescifrable, supersticioso, ritual y espectacular. La grandeza de Verdi consiste en no integrar los dos planos individual y colectivo de la obra, sino en simplemente superponerlos. Más allá de esas escenas de masas tan fáciles de caricaturizar, hay que insistir que esta es una obra que expresa el amor, los celos, la nostalgia y la humillación de unos personajes encerrados en alcobas, en parajes clandestinos, en la oscuridad de la noche o entre las piedras de la propia tumba. En los claroscuros de esos espacios íntimos reside la auténtica grandeza de la obra.

Pero está la aparatosidad de todo lo demás, y no es extraño que, por un motivo y por el otro, Aida se haya convertido en la ópera más popular de la lírica italiana. Su regreso al Teatro Real después de veinte años es un auténtico acontecimiento y, también, un autohomenaje de la institución a uno de los espectáculos más impresionantes de las primeras temporadas de aquel Real recién reconvertido en teatro de ópera. La recordada puesta en escena de Hugo de Ana ha sido readaptada por el propio director de escena, escenógrafo y figurinista con el objetivo de convertirla en una brillante producción de repertorio.

Además, Aida ha sido, desde luego, el caballo de batalla de las grandes voces verdianas de todas las generaciones. Por eso tiene todo el sentido del mundo dedicar estas funciones de Aida a Pedro Lavirgen, uno de los tenores españoles más extraordinarios de su generación y uno de los mejores intérpretes del rol de Radamès.

Lavirgen fue, desde finales de los años 1960 hasta 1980, uno de los mejores defensores del repertorio más duro de la cuerda de tenor y figura esencial en las temporadas de los teatros españoles de la época. Cantó Aida en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona en la temporada 1967-1968 y en la 1970-1971 junto a Ángeles Gulín. En Madrid cantó Cavalleria rusticana (1965), Tosca (1968), Carmen (1973), Pagliacci (1974), La forza del destino (1977), Norma (1978), Macbeth (1980) y Simon Boccanegra (1982), casi siempre en el Teatro de la Zarzuela, donde se celebraban las temporadas operísticas madrileñas antes de la reapertura del Teatro Real.

Madrid tiene una deuda de gratitud con este artista extraordinario que, desde luego, no va a paliar el hecho de que el Teatro Real le dedique el acontecimiento de volver a acoger en su escenario una de las óperas a las que más ligada estuvo su impresionante carrera artística.

Espectacular producción

Entre los días 7 y 25 de marzo el Teatro Real ofrecerá 17 funciones de Aida, recuperando la espectacular producción concebida por Hugo de Ana para la inauguración de la segunda temporada del ‘nuevo’ Teatro Real, en octubre de 1998. Las ocho funciones de entonces se unían a las 353 que tuvieron lugar en las temporadas anteriores al cierre del teatro, en 1925. Durante ese periodo el popular título verdiano fue el más representado en el Real, siendo Giuseppe Verdi el compositor preferido del público madrileño del siglo XIX.