Cesare Ripa en su Iconología definió así la infancia: “Es la primera de las edades del hombre, que comienza desde que nace y dura hasta el año décimo, cuyo tiempo, no pudiéndose ejercitar la razón humana por sus propios medios, por ser muy débiles los sentidos en la presente edad, se viene a considerar como principio de todo”. En el mundo del hermetismo y la alquimia, el niño era símbolo de la piedra filosofal, es decir, del logro supremo de la identificación mística con el “dios en nosotros” y lo eterno. Los francmasones se llamaban a sí mismos “los hijos de la viuda”.

Lo más profundo de la palabra hombre

La infancia, con Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), pudo quedar al fin desnuda mostrándose tal y como era: principio puro del ser humano. La vindicación de aquello que habitaba en lo más profundo de la palabra hombre (naturaleza e instinto), encontró en la pintura de niños el escenario perfecto. Mientras se fue difuminando la idea del niño-responsable, se enfatizó su carácter impulsivo, pasional y anárquico mediante una mirada atenta a su pureza, claro está, cuestionada por la siempre sugestiva perspectiva del pintor. En definitiva, pareció desarrollarse una mirada encaminada hacia sus impulsos, hacia lo que en él había de semilla fantástica, quimera de su racionalidad. De hecho, las nuevas escalas de valores aplicadas a la creación y difusión de las obras de arte, convirtieron las temáticas de género en objetos dignos de pasar a grandes formatos. Aconteció así eso que los historiadores denominaron Revolución de los Géneros Pictóricos. 

En siglos anteriores, el protagonismo infantil, aunque por debajo siempre de los grandes ciclos históricos y mitológicos, contó con una importante trayectoria que alcanzó su cenit en el XVII, momento en que pequeños hombrecillos, tímidos proyectos de futuros bohemios, carnecilla de tasca, poblaron tímidamente lienzos y páginas de libros, siendo así objeto de pinceles y tintas. Dentro de las artes y, especialmente, en la pintura, pudimos ver magníficos retratos de una infancia a veces demasiado utópica y otras veces, las más, demasiado real. Quedaron así dos esferas: la de los niños institucionalizados (Baltasar Carlos) y la de los niños marginados (Lázaro, Rinconete, Cortadillo…).

Absolutamente frágil y extremadamente resistente

Pese a que la educación de la infancia era desde el XVIII parte indisoluble del interés por el progreso, los niños se siguieron pintando de la misma manera que en siglos anteriores, si bien, ahora, en atmósferas absolutamente desligadas de lo religioso-tradicional o lo meramente político-dinástico. Esa ambigüedad del niño que le hacía, a ojos del mayor, absolutamente frágil y extremadamente resistente, se mantuvo incluso más allá del gran Siglo de las Luces, desembocando en representaciones de infantes que  recordaban siempre a las terrosas pinceladas de la Escuela Sevillana del XVII, a la que perteneció Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682), indiscutible representante de la infancia pintada. Las viles sutilezas de sus muchachos, bebían de modelos extranjeros como los llamados “Bamboccianti” o los “Caravaggistas de Utrecht”, círculos ambos de artistas (que no escuelas) a los que siempre se recurría a la hora de tratar de encarar las correrías y milagros de los pilluelos. Se inició así una estrecha relación entre los personajes de las novelas picarescas y los niños pintados que, en más de una ocasión, compartían temas y secretos.

Lázaro fue por ello más que el padre reconocido de todos los pícaros y su mito puso sobre la mesa de la bodega cuestiones estéticas y filosóficas más propias de hoy que de ayer, desde el antihéroe que sufre hasta el semidiós que acobardado se enfrenta a su circunstancia. Vanitas que terminaba siendo lo que ya dijo Calderón (1600-1681) al definir y sentenciar la identidad y condición del sujeto moderno: la angustia. Por ello, los niños de aquellas obras, supusieron el comienzo, la primera edad, el despertar de un nuevo arte y una nueva concepción estética, donde el correlato del hampón descrito por el pincel o pintado con la pluma, no era otro que el testimonio mismo de la mano ejecutora, la subjetividad.

Así como el niño de las clases altas era absolutamente dependiente del concepto de familia y participaba en él activamente como encarnación del futuro, el buscón y ganapán carecía de ella y no esperaba nada más allá del minuto a minuto del quehacer cotidiano. No tuvo nunca una influencia positiva del hogar, ni consejo de familiares próximos, tan sólo “la vida como única maestra”. Esa condena al bagaje constante, terminaba por aplacar la incertidumbre y hacer de la duda una ley de aprendizaje, si se prefiere, ley de juego.

Un compromiso emocional

Velázquez (1599-1660) también quiso decir algo al respecto. Supo regalarnos una interesante mirada de la infancia en su Retrato de una joven,  fechado hacia 1640. La obra, para algunos expertos de dudosa firma, es un retrato de pequeñas dimensiones conservado en la Hispanic Society de Nueva York e identificado a finales del XIX por Aureliano de Beruete como retrato de Francisca, hija del pintor, planteamiento que en los años cuarenta rechazó Du Gué Trapier y que abrió las hipótesis de historiadores como Julián Gállego o Fernando Marías, quienes terminaron por referirse al lienzo como efigie de Inés, o sea, nieta del pintor.

Fuera de esta problemática científica de relaciones de parentesco, aunque no del todo alejada de ella, el retrato terminó por ser excepcional precisamente por explicitar sin veladuras ni imposiciones de comitente un compromiso emocional, algo que no siempre es frecuente en este pintor, ya que muchas veces se le acusa de silencioso e indefinido. Esa excepcionalidad, ese componente de implicación con lo que pinta, que en este caso nos mira e interpela, es precisamente lo que interesa en esa intromisión de los niños en la pintura. Sólo con ese reflejo, con esa empatía, existe reconocimiento frente al espejo. Velázquez, cuya pintura se define a grandes rasgos por ser sólo pintura, supo aprovechar este tipo de retratos como muestras de su personal mirada de los niños, algo que no hace en otras de sus muy (por otras cosas)  grandes y famosas obras maestras.