Independientemente de cualesquiera que sea el medio para cristalizar el genio romántico –hablemos de literatura, música o pintura–, se trata de expresar una sensibilidad exacerbada que se revela contra las reglas establecidas en la búsqueda de nuevas fuentes de inspiración, siempre bajo el prisma de un individualismo entregado a la tarea de traducir estados anímicos. Y como figuración del genio romántico pocos pueden compararse a Delacroix.

La herencia de Gericault

En Francia, durante mucho tiempo sumida en la totalitaria influencia del neoclasicismo de David, las diferencias entre lo que podía asumirse como académico y lo que ya era algo revolucionario no estaban tan claras como en otros lugares de Europa. En realidad, muchos de los postulados de Ingres parecían aún en 1818 tan radicales como los de Gericault. Lo romántico acudía en aras del color, de las armonías cromáticas que en la construcción de la obra pictórica emparentaban con la mecánica musical, casi con el enfoque de la metáfora y más allá de lenguajes académicos. La herencia de Gericault la tomará Delacroix y no dudará en llevarla a otro nivel, sin dejar atrás la deuda artística contraída.

Lo primero que nos llama la atención ante un cuadro del pintor francés es la plasmación del color, el enfoque plástico sensual que fusiona con vaguedad herencias venecianas en su parcial desprecio por la línea a favor de masas táctiles, por la presencia inmediata de la pincelada. Con todo, es en el enfoque temático donde Delacroix demuestra bien haber aprendido de los postulados de Gericault, en concreto de su aportación más importante y rupturista; la abolición de lo tradicional a favor de una nueva simbología exenta de los condicionantes de la ortodoxia cultural y plena de sugestión.

La declaración de intenciones que Gericault llevó a cabo en el plano conceptual con La balsa de la Medusa (1819) fue seguida en varios estadios por Delacroix; tanto en Dante y Virgilio (1822), donde nos presenta una imagen de la humanidad reducida a un estado de retorcimiento y desesperación animal, construido el espacio en torno a una composición agitada y de ritmo envolvente, como en la más compleja Escenas de la masacre de Quíos (1824).

Visión personal del mundo

Hablamos de un cuadro paradigmático en la obra del artista, perteneciente a una etapa temprana que resumirá bien los elementos básicos que luego conformarán la esencia de su obra. Independiente de la contundencia sangrienta de la historia narrada, al margen de la posible influencia del historicismo pictórico de Gros, Delacroix expresa una visión personal del mundo, sin elementos que seleccionar para eximir o reunir, un mundo compuesto de plasmaciones de color que contrastan y se mezclan, identificando la gesta de crear con la pintura y marcando la realidad con el pigmento. Es un cuadro sin héroes, con una composición plena en precisión narrativa, pero a la vez sin núcleo definido; aunando el más cruento realismo con lo ficticio de la imaginería oriental en una cuna cromática por completo personal.

Al margen de las posibles controversias que –aún hoy– pueda suscitar, lo cierto es que a lo largo de toda su obra, Delacroix nunca perdió de vista la búsqueda de una forma pictórica absoluta, sin abandonar el contacto con los grandes maestros y, a la vez, sin capitular nunca en su fidelidad hacia la imaginación y la idea.

Paradigma del romanticismo, su arte se encontraba bajo el signo de la emoción pero no era esclavo de ella; los intentos de hallar una visión plena en la que entrase el infinito se veían constreñidos por un constante dogal de sentimiento crítico, un choque de conceptos que podrían parecer antitéticos, pero que distan mucho de serlo. En realidad, siempre se trató de convertir el pequeño cosmos individual en imagen de lo universal, en Delacroix enfrentando el ardor del genio con la claridad del juicio.