Anegada por los excesos y convulsiones burguesas de la III República, transformada su orografía urbanística de manera radical por Haussmann, la ciudad pronto hubo de encontrar resabios vitales de efervescencia intelectual marcados por el hálito de lo marginal; fuera de los grandes boulevards y ubicados en una zona de extrarradio paradójicamente elevada de la ciudad, artistas de una manera u otra alejados del academicismo irán a cobijarse en el barrio de Montmartre.

Cohabitando con toda suerte de truhanes, descastados y bohemios, frecuentando sórdidos cabarets y cafés mugrosos, muchos de los grandes creadores del arte contemporáneo, sean Toulouse-Lautrec o el mismo Picasso, dieron pie a novedosas visiones pictóricas en el tiempo que les restaba tras embriagarse de absenta o irse de putas, bajo el marco incomparable que formaba la famosa excrecencia de la cité-lumière.

Alcohol y creatividad

Entre todos ellos, e impregnado de una carga de “malditismo” más que sustancial, sobresale el que podríamos designar como el gran cantor de Montmartre, el poeta del residuo urbano y el abanderado del lirismo que trasciende el documento social en aras de marcar una suerte de abstracción onírica y atemporal: Maurice Utrillo.

Nacido en el ocaso del siglo, hijo de Marie Valadon (conocida en su tiempo por lo ecléctico de su enfoque laboral, desde camarera hasta acróbata, sirviendo asimismo de modelo para Renoir o Puvis de Chavannes), en 1891 fue adoptado –al menos nominalmente– por el crítico y periodista español Miguel Utrillo.

Pronto su vida hubo de verse marcada por su temperamento extremo; en efecto, a diferencia de otros artistas de su época, la marginalidad de Utrillo nada tenía que ver con la impostura estética del diletante, más bien se trataba del último refugio a que le abocaba el vórtice, inherente a él, formado por el alcohol, el anhelo de libertad y el rechazo a los resortes de un mundo al que consideraba hostil.

Alcohólico desde tierna edad, Utrillo enlazó como pocos la utilidad de ciertos grados de borrachera en la creación artística. Sin mucho temor a equivocarnos, podemos decir que bebía para pintar y pintaba para seguir bebiendo. En sus primeros compases, desarrollaba su pintura de manera furibunda, dando sus cuadros a cambio de licores y dejando buena parte de ellos olvidados en las tabernas y lupanares que frecuentaba. Sin embargo, a tenor de su obra de madurez, a partir de 1908, vemos cómo sus escarceos alcohólicos le sirven para catalizar una extraña sensibilidad por la excrecencia de ciudad que le rodea, mirando a su alrededor para sentir la presencia, casi humana, de las calles y los rincones urbanos que marcan los lugares en que se desarrolla su vida.

Autodidacta y melancólico

En la recreación del aspecto melancólico, casi onírico, del deterioro, de la ruina cotidiana del marco contextual de la existencia, su paleta de colores se va aclarando cada vez más, preponderando el empleo del color blanco, que otorga solidez a la par que abstrae los motivos y les otorga un carácter único, de una textura yesosa muy patente. En ocasiones, su obra hace pensar en el temblequeo alucinatorio que habría de provocarle la bebida, haciendo de sus cuadros algo muy alejado de la óptica impresionista y marcado por un mórbido testigo atávico, casi tangible.

Artista difícil de encasillar, se le ha comparado con los pintores näifs, pese a su carencia absoluta de ingenuidad y su paleta cromática de herencia impresionista, claramente marcada por la sensibilidad de los fauves. En su enfoque autodidacta, toma de Camille Pisarro la densidad de los empastes, toda vez que sublima, impregnando de lirismo, ciertas vetas del espíritu expresionista de pintores como Georges Rouault.

Ciertamente, si hemos de encuadrarle bajo el prisma de algún movimiento pictórico, es tal vez del expresionismo del que se encuentre más próximo. En los cuadros de Utrillo apenas aparecen figuras humanas, a no ser esbozadas en la lejanía, desdibujadas frente a los edificios; los mismos edificios de su barrio que formaban una íntima prolongación de su propio ser, en soledad, apartado de sus congéneres y extrañamente próximo a la vez. Cuando pinta las calles y barrios de Montmartre, Utrillo se pinta a sí mismo, dibuja su propio retrato, encerrado y vagabundo en los corredores de su espíritu.