Pues bien, Libros IV atrae irremediablemente ese tipo de mirada: “¿Qué es esa masa parduzca del fondo? Juraría que se trata de uno de esos lienzos informalistas maltratados a jirones y hachazos, pero…”. Pero no. La mirada fugaz se transforma en otra, la sorprendida, cuando el visitante se acerca más a
la obra. Entonces las formas de una estantería repleta de libros y jarrones de cerámica empiezan a dibujarse nítidamente. Una estantería un tanto endeble, torcida y deforme, pero estantería al fin y al cabo.

Interpelación al espectador

La mirada sorprendida puede descansar tranquila; ya ha identificado el objeto de su confusión. Sin embargo, el descanso dura poco, porque la obra, de nuevo, interpela al espectador: Los aparentes libros no son tales, sino toscos bloques de madera, prolongaciones de las propias baldas de la estantería, como excrecencias que éstas tratasen de expulsar.

La obra ya ha plantado la semilla de la duda en el visitante, así que éste dirige ahora su mirada a los supuestos jarrones; tiene sus sospechas, pero no se puede creer que esos jarrones tan reales, que muestran hasta las estrías dejadas por las manos del alfarero al trabajar sobre la pieza en el torno, sean otro trampantojo. Efectivamente, no hay rastro de cerámica, sino, de nuevo, madera maciza.

La mirada desconcertada trata de recuperarse, y para ello intenta convertirse en lo que podríamos llamar una mirada erudita; esa mirada que recurre a referencias históricas y bibliográficas para tratar de explicarse el mundo -en este caso, la obra de arte- a sí misma. Cuando conseguimos explicarnos el mundo, y logramos que todo entre en nuestras categorías y esquemas cognitivos, entonces hemos conseguido domarlo; estamos a salvo.

La mirada erudita

Esa mirada erudita trata de ponerse a salvo de Libros IV e inmediatamente relaciona lo que tiene de trampantojo con las teorías posmodernas -“Ah, esto ya me lo sé, Baudrillard y el simulacro, el cuestionamiento posmoderno de la realidad…”-. Sin embargo, la referencia erudita no parece poder explicarse el hecho de que, a la vez que la obra de Valdés es evidentemente una versión, una deformación, un cuestionamiento de la realidad-estantería, hay en este simulacro también un profundo respeto a la verdad de los materiales.

Con esos libros de madera, el autor remite al origen matérico de los mismos, al árbol de donde se saca la pulpa para fabricarlos; las estrías tan verídicas de esos jarrones no son otra cosa que los propios anillos concéntricos del tronco del árbol; lo que parecen las hojas de los libros entreabiertos son en realidad trozos de madera astillados; y aunque nos parezca distinguir diferentes colores y barnices en los lomos de los libros y los jarrones, no hay más pigmento que el simple pulido, en unas partes más acabado, en otras más rugoso, de
la madera.


Sin simulacro ni trampantojo


Así pues, la verdad del material -esto es, la presencia física original y las propiedades del mismo-, recibe de Valdés un respeto absoluto. No hay simulacro ni trampantojo, entonces, sino pura realidad.

La rotunda presencia del material casi sin transformar, en su estado puro, provoca en el espectador una nu
eva mirada: la táctil. En efecto, la obra produce ese prohibido deseo de alargar la mano y tocar, palpar, sentir el material.

Eso que podríamos llamar el “síndrome de la mirada táctil” no es en absoluto una desviación moderna. Más bien al contrario, la obsesión por reproducir las calidades táctiles de los materiales nos remite a los antiguos flamencos, a Venecia, a Rubens, a Velázquez.

El Prado, que siempre ha estado ahí. En Equipo Crónica, primero, aparecía popizado, reproducidos sus cuadros por pertenecer al imaginario visual de los españoles, y por ser, al tratarse de cultura “en mayúsculas”, un vehículo excelente para la acción subversora y frivolizadora del pop.

Después, en el Valdés posterior a Crónica, el Prado sigue muy presente (sus Meninas son celebradas en parques y plazas de todo el mundo). De hecho, se podría pensar que volver una y otra vez sobre la historia del arte y sobre el Prado es lo que le devolvió la fe en la dimensión matérica de la pintura y en la figura del autor, tras esa desmitificación de la autoría y esa negación del arte como expresión de la subjetividad que fue el Equipo Crónica.

Fe en la materia

Así pues, en 1995 lo tenemos esculpiendo esta estantería, con una fe renovada en la materia y en el arte plenamente objetual, aunque sin haber perdido un ápice de su popicidad.

Sí, en efecto, porque también es posible, para terminar, una mirada pop de Libros IV. Ésta se concentra en el contenido de la obra más que en el continente; en las implicaciones conceptuales más que en los aspectos materiales, que tanto habían atraído a la mirada táctil.

En efecto, en la línea del surrealismo del objeto imposible y del poema-objeto de Joan Brossa, la estantería imposible suscita una serie de asociaciones mentales que van más allá del mero juego visual.

Una estantería repleta de libros inútiles, que ni se pueden sacar de las baldas ni tienen hojas que leer; una estantería torcida y deforme, que parece estar en precarísimo equilibrio y a punto de derrumbarse; una estantería tallada a hachazos violentos y llena de astillas que herirían cualquier mano que la rozase… No puede ser otra cosa que una anti-estantería.

Neutralizar los libros

Y, si tenemos en cuenta que el libro es el símbolo occidental del conocimiento por excelencia, entonces podremos entender esta obra como un manifiesto “anti-conocimiento”. O, al menos, “anti-sistema occidental tradicional de conocimiento”; aquel por el que simplemente damos por hecho que una persona será más sabia (y, por tanto, más merecedora de respeto y notoriedad pública) cuantos más libros haya leído.

Este tipo de saber, cuanto más se especializa, más oscuro y elitista se vuelve, pues los textos y ensayos de “los sabios” degeneran automáticamente en yuxtaposiciones inacabables de citas eruditas, de modo que terminan siendo compiladores más que generadores de conocimiento -además de incomprensibles para una gran mayoría y aburridos para todo el mundo.

Al cosificarlos, Valdés ha neutralizado esos libros. Así, nos deja el camino libre para generar una nu
eva forma de adquirir y transmitir el saber, más abierta y plural, menos sacralizadora del libro por el libro, de la cita por
la cita. Y el hecho de que Libros IV sea la obra más popular y celebrada de esta sala 30 de la planta 4ª, estableciéndose un vivo diálogo entre espectador y obra que en la mayoría de los casos del gran arte profundo e introspectivo no se da, demuestra que, en efecto, otro modelo de estantería-conocimiento es posible.