Movimiento y peso determinan la configuración real de lo que un cuadro es, al menos, desde un punto de vista óptico: composición y materia, dibujo y color. Es extraño como la cultura del Barroco deja testimonio de lo necesario que es enseñar la fugacidad de esos caprichos, fetiches que a la vez se reúnen para mostrarse en un teatro que, paradójicamente, siempre cronifica lo que el tiempo arrasa.

Podría ser Rembrandt van Rijn (1606-1669) el perfecto pintor del silencio tan sólo interrumpido por el repiqueteo de una pequeña fogata que hace crujir la madera, donde la instantaneidad se fuerza a ser una perfecta coreografía de afectos y gestos, dejando así de existir. Sus composiciones, la reiterada presencia de figuras humanas que como fantasmas se detienen (no sabemos muy bien si para mirar o para dejarse ver), explicitan el modo de trabajar del maestro, quien concibe todos sus cuadros como un dramaturgo, como un perfecto Shakespeare.

Nexos con el mundo veneciano

Quizá por ello los nexos con el mundo veneciano sean absolutamente recurrentes y sensatos, ya que las relaciones con Giorgione, Tiziano, Veronese y Tintoretto pueden rastrearse desde distintas coordenadas que van más allá de la repetición de modelos, la similitud de composiciones o el magistral empleo de las tintas. Lo que está y lo que queda, lo presente y lo ausente, universalizan la producción pictórica de Rembrandt, quien como Venecia, no es otra cosa que el brillo de una ciudad podrida que se resiste con fe a morir.

Constantijn Huygens, contemporáneo del pintor y secretario de la Corte de La Haya, elogiaba la capacidad de Rembrandt para pintar emociones, pero se sospecha algún tipo de oscuridad en tal valoración, ya que el ethos de sus retratados se traduce muchas veces no por el gesto de su rostro, sino por el gesto general de la composición, es decir, eso que se llama la mano del pintor, su modo de mover el pincel.

De hecho, la problemática de la pintura del maestro de Leiden reside fundamentalmente en la estructuración y articulación de su técnica pictórica que, como en Velázquez, transita la delicada frontera de lo verosímil y lo fantástico. Luz y su ausencia, claroscuro, detallismo imperfecto y falaz en la distancia corta, pintura-pintura, son la sintaxis que maneja el holandés y que le sitúan también en la estela tenebrista del omnipresente Michelangelo Merisi da Caravaggio, de nuevo, máximo exponente de toda esta discordia concors barroca, expresada siempre como una constante guerra de negaciones, reino de Belona.

Pintura autobiográfica

Toda la exploración personal que constituye también su pintura, hace de Rembrandt un interesante ejemplo de lo que conocemos como pintura autobiográfica. El hecho de que en sus pinturas puedan rastrearse efigies de sus amantes o allegados no sólo prueba esto, sino que explicita lo que el propio maestro entendía como género pictórico.
Y es que sus obras siempre parecen jugar con la ambigüedad que existe en todo acontecimiento, algo que indiscutiblemente convierte al pintor en un poeta, alguien que precisamente no siempre se atiene a los dictámenes más ortodoxos de la verosimilitud y el decoro (reglas ambas cada vez más obsoletas), sino que selecciona el brillo de los acontecimientos y transforma lo que sucedió en lo que hubo de haber sucedido. Tal vez por eso el espectador entenderá mejor lo que su primer biógrafo importante, Arnold Houbraken, dijo calificando su pintura como una especie de horror pintado con maestría.

Con todo esto no es extraño ver a los protagonistas de sus poemas, por así decirlo, como velas disfrazadas de tiempos ignotos, al igual que alcanzamos a entender la negación de la naturaleza mimética mediante la afirmación de la materia pictórica en sus coordenadas de textura, color y sugestión.

Escritura gestual cada vez más inexpresiva

La luz que subraya lo que importa y ensombrece lo que sirve de testigo, todos esos personajes de ocaso que actúan como coro o que, como nosotros, toman el papel de viejos que espían a Susana. Los rostros de sus actores, que citan los estudios fisiognómicos de Durero y Leonardo, terminan por abandonarse en una escritura gestual cada vez más inexpresiva y moderna, interiorizando al extremo un patetismo que convierte a sus figuras en marionetas abocadas a representar su condena, alejándose claramente del estoicismo del siglo XVI que exigía mostrar en todos los planos simbólicos y compositivos del aparato representacional la asunción y voluntad de ejecutar un afecto trágico o cómico designado por un fatum.

Así Rembrandt es cronista del hombre. Paulatinamente evoluciona hacia una pintura pura y que parece anticipar la despersonalización del mundo que se iniciará un siglo más tarde. Desde la técnica más personal e intelectual posible dará luz a los restos del movimiento, utilizando enunciados que muchas veces huelen a excusas de bodega y que propician una reiterativa exploración cinematográfica del pensamiento mediante el recurso de la mirada y el portentoso estudio del contraste.

Autorretratar un pensamiento

Pocas figuras y temas reconocibles terminan por remitir a aspectos universales de la conducta humana, a acciones, si no ejemplares, al menos sí interesantes en lo que atañe al tránsito de sus protagonistas hacia la muerte. La calavera, cuna y sepultura como diría Quevedo, presente en toda la iconografía del Barroco como género no admitido en sí mismo pero siempre alegorizado, no se explicita en las obras de gran formato de Rembrandt, pero se adivinan sus restos en algunas litografías y sus respectivos bocetos, donde las masas humanas son un grotesco carnaval de senectud, territorio de Goya.

Toda la línea difusa y diagonal que preside la estética del XVII, casi siempre descendente y ritualizando cada vez más la contención e interiorización de afectos, puede rastrearse en un pintor como Rembrandt, quien muchas veces parece coger su pincel no para contar historias, sino para autorretratar su pensamiento, quizá su más subjetiva concepción del mundo. Por eso, el extrañamiento que producen sus obras finales, muchas de ellas comparables a pinturas de no menos célebres maestros españoles como Ribera y alejadas de sus primeros ejercicios de discutible inspiración en Rubens, le hacen próximo al gusto contemporáneo y le convierten en el gran astro del crepuscular otoño barroco.

Moisés con las Tablas de la Ley
Óleo sobre lienzo, 168 x 135 cm
ca. 1659
Berlín, Gemäldegalerie

Obra expuesta en Rembrandt. Pintor de historias. Museo Nacional del Prado.
Hasta el 6 de enero de 2009.