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Arthur Harari: “No soportaría vivir sin el cine”

[“Para mí el cine es una manera de convivir con una realidad que no soportaría sin él. Creo que desde niño tengo el sueño vago de un destino heroico, y no lo tendré jamás si no es a través de los personajes que filmo. Pero lo que me une más íntimamente a Onoda es, seguramente, la cuestión de la integridad”, afirma quien tras rodar varios cortos y mediometrajes, en 2017, con su primer largo, fue nominado a dos premios César y ganó el de mejor interpretación novel para Niels Schneider. Cmo actor, Harari también ha trabajado en títulos como El león duerme esta noche (2017) o El reflejo de Sybil (2019), dirigida por Justine Triet, película de la que también fue coguionista].  

– ¿Cómo surgió la idea de Onoda. 10.000 noches en la jungla?

Durante años, antes incluso de rodar Diamant noir, estuve pensando en realizar una película de aventuras. Devoré los libros de Conrad y de Stevenson y me interesé por los navegantes solitarios y por las expediciones polares. Un día, hablando de este deseo con mi padre, él evocó de pasada, casi como una broma, el caso increíble de un soldado japonés que había permanecido durante años en una isla. Así fue como supe de Hiroo Onoda. A medida que me adentré en su epopeya creció en mí la idea de llevar a cabo la película.

– ¿La atracción fue inmediata?

Sí, sentí al momento algo así como una llamada. A partir de ahí, me documenté, leí entrevistas, consulté internet y, sobre todo, conocí, en Japón, a Bernard Cendron, autor en 1974 junto a Gérard Chenu del libro Onoda, seul en guerre dans la jungle, que había conocido al personaje y me dio acceso a sus archivos y me contó sus recuerdos.

– ¿Había leído la autobiografía de Onoda Luché y sobreviví: mi guerra de treinta años?

En principio no. Descubrí el libro más tarde, cuando el guion ya estaba escrito y estábamos a punto de iniciar el rodaje. No haber leído el libro me dio libertad para inventar el personaje que yo quería. Para mí Onoda era un motor de ficción y no quería caer prisionero de su subjetividad.

– ¿Le influyó la literatura japonesa a la hora de escribir el guion?

No conozco la literatura japonesa. Sin embargo, me planteé si debía leer el Bushido, código de los principios morales del guerrero japonés, pero no lo hice, porque no quería caer en una forma de fascinación occidental por el samurái. Para mí, la película no se limita a un supuesto particularismo japonés; es más universal, más humanista. Al descartar las obras japonesas y apartarme de ese imaginario evitaba hacer trampas con mi propia mirada.

– ¿Y la obra de los cineastas japoneses?

Mi conocimiento de Japón pasa en un 95% por el manga realista y, sobre todo, por el cine. Si hay un cineasta que ha influido en Onoda es Mizoguchi, por el equilibrio que alcanza entre la empatía hacia los personajes y una amplitud de miras permanente. También por lo distante de su puesta en escena, que, sin embargo, nunca es fría ni vertical. O por esa serenidad paciente en que por momentos se sumerge hasta dejarse llevar. Busqué ese mismo movimiento irreprimible que culmina en una intensificación emocional y poética: los personajes y el mundo, la interioridad alterada de las personas y el “orden” exterior de las cosas se fusionan. Kurosawa también logra, de una manera completamente diferente, una potencia asombrosa; evidentemente tenía en mente la mezcla extraordinaria de epopeya, de picaresca y de poema cósmico que hay en Los siete samuráis. También me acompañaron otras obras como Fuego en la llanura, de Kon Ichikawa, United Red Army, de Koji Wakamatsu, o las películas del filipino Lino Brocka, que alían magistralmente el realismo y el mito.

– ¿Qué realizadores occidentales le atraen?

Renoir, Raoul Walsh, Fuller, el Sergio Leone de Érase una vez en América y sobre todo Ford, cuyos lazos con Kurosawa son evidentes y que me ha marcado hasta el punto de que tengo interiorizados sus encuadres, sus movimientos de cámara y su escenografía. Hay otro cineasta que ha tenido una influencia muy importante, Monte Hellman, cuyas películas El tiroteo y Forajidos salvajes volví a ver antes del rodaje. Esta última me impresionó no solo por su sobriedad y su realismo, en particular en la interpretación, sino también por su capacidad para retomar el mito del bandido intentando encontrar al mismo tiempo la manera de ser, de pensar y de debatir en los Estados Unidos de finales del siglo XIX. ¡Un ejemplo genial de película histórica en presente! La última película de Sternberg, La saga de Anatahan, ocupaba un lugar especial, un poco fantasmagórico, en mi mente: ¿cómo ser digno de una locura tal en una empresa tan cercana a la suya, pero contando algo muy diferente?

– En Onoda se mezclan géneros. Incluso tiene algo de western…

El western es un género hacia el que todos los demás convergen con bastante facilidad, porque es la forma cinematográfica perfecta de la epopeya. Condensa las obsesiones primitivas de la literatura occidental y es el que más se acerca al mito, al cuento, a una cierta depuración. Cada vez que hago una película vuelvo al western. En la muerte de Kozuka, uno de los soldados de la película, la referencia más explícita era Deliverance, de John Boorman, que para mí es una relectura casi conceptual del western y del lugar del género en el inconsciente americano. En la película, en la escena del arpón, los japoneses serían los vaqueros y los filipinos serían los indios, pero ambos habrían acabado por parecerse físicamente a fuerza de estar atrapados en el mismo territorio.

– ¿Fue complicada la elección de los actores?

¡La búsqueda del reparto llegó a ser obsesiva! El papel de Akatsu se lo propuse directamente a Kai Inowaki, al que había visto de niño en Tokyo Sonata, de Kiyoshi Kurosawa, y que me parecía genial. Con otros, en cambio, el proceso fue extremadamente largo y complicado porque, una vez pasadas las primeras ideas, me sumergí en una búsqueda exhaustiva de actores locales. Con la ayuda de un trío de colaboradores que me ayudaba, la directora de casting Rioko Kanbayashi, el productor Hiroshi Matsui y la intérprete Éléonore Mahmoudia, localicé en internet a un gran número de actores, y de hecho llegué a tener un dosier de fotos delirante. A Endo Yuya, que interpreta a Onoda de joven, lo elegí gracias a una foto que me llamó la atención en medio de cientos de fotos más. No tenía un rostro clásico de joven galán. Vi algo especial en él.

– ¿Lo eligió por una simple foto?

La decisión de reunirnos con él sí, aunque luego vi extractos de escenas en las que había actuado. Nuestro primer encuentro en Tokio fue importante porque, de entrada, Endo me dijo: “Para mí la interpretación nunca es evidente; siempre es un problema”. Eso me gustó. En esas pruebas, su interpretación era de una sinceridad total. También tengo que hablar del otro intérprete de Onoda, Kanji Tsuda. Yu Shibuya –traductor del guion e intérprete en el rodaje– fue quien me llamó la atención sobre él: resulta que también interpreta a un personaje extraordinario en Tokyo Sonata. Tiene una filmografía kilométrica, pero solo en papeles secundarios, en particular con Kitano, con quien debutó, y nunca había interpretado un papel tan protagonista como el de Onoda. Literalmente se fundió con el personaje. Ver ese cambio físico y casi espiritual fue uno de los puntos álgidos de toda esta experiencia. Al final tenía la impresión de que levitaba, de que las ramas lo conectaban realmente con el paisaje. Es una persona única, un ser poético.

– ¿Dio a los actores reglas estrictas para sus papeles?

Regla ninguna, pero tengo tendencia a pedir a los actores contención. A veces, los japoneses tienen una idea muy clara de lo que es la guerra, la autoridad y la jerarquía y, para ajustarse a ella, actúan a menudo con una voz que viene del vientre. Y yo no quería que interpretaran la autoridad ni el fervor. Al contrario, tenían que ir hacia la sobriedad para no reproducir ningún cliché. Así que les decía muchas veces: “Esa no es tu voz, tengo la sensación de que no es tu voz”. Quería que hablasen con su voz, en un sentido físico. Su propia voz.

– ¿Su película se ajusta a lo acontecido?

Mi obsesión –y la de mi hermano, que es el director de Fotografía– era atrapar algo real; la película tenía que convertirse en una experiencia de realidad. Los cuerpos estaban ahí; las manos estaban ahí; la naturaleza estaba ahí. Acabamos por obsesionarnos con el sudor, con la suciedad del vestuario o con la concreción de los elementos. La película tomó una dimensión más sensorial de lo que yo había pensado. ¡Tenía que lloverles encima de verdad a los espectadores! También en este aspecto nos guió un equilibrio entre la armonía clásica y un aspecto directo para crear una experiencia particular del tiempo y del espacio. En la película cohabitan dos espacios-tiempo: por una parte, el de los aldeanos, abierto al exterior e inscrito en una cronología cuyas fechas marcan el ritmo de las etapas; por otra parte, el de Onoda, cerrado por el contorno de la isla, en el cual el tiempo es cíclico y conforma una estasis que evoluciona muy lentamente. Entre los dos se establece una frontera que Onoda roza regularmente para avituallarse pero que se niega a cruzar del todo. Muchas de las escenas de la película están construidas según ese principio de un plano-contraplano casi irreconciliable.

– Ha dicho usted que la película se sitúa también bajo el signo del número dos. ¿En qué sentido?

Dos espacios-tiempo, dos padres…Y también dos orillas, en particular al final de la historia, cuando Onoda y el joven trotamundos se encuentran. El corazón de la película está construido en torno a dos parejas: Onoda-Kozuka, por una parte, y Shimada-Akatsu, por otra. Desde el momento de la escritura pensé en el doble; es más, la dualidad entre Onoda y el joven trotamundos estructuraba el guion hasta tal punto que éste aparecía casi como una reencarnación de aquel. El trotamundos representaba, en cierto modo, una nueva versión pacificada del combatiente, un continuador, un relevo. Suzuki, nombre real del trotamundos, es Onoda liberado de toda autoridad, que elige él solo las formas de su aventura. En cuanto a los dos padres, estaban ya en Diamant noir. Pero aquí el padre sustituto –el mayor Taniguchi– encarna por sí solo una dualidad paradójica, puesto que ordena a su alumno que obedezca… y al mismo tiempo le impone una autonomía absoluta. “Tú eres tu propio oficial”, le dice. Del mismo modo, le traza un camino de sacrificio y al tiempo le prohíbe morir. Por ello, Onoda está permanentemente habitado por el vacío de una autoridad paterna ausente, y es ahí donde se realiza esa forma tan singular de su libertad. Esa relación paradójica con el padre me llevó a mostrar, en la escena final de la rendición, a un Onoda extrañamente más soberano que Taniguchi: ha alcanzado, por su aventura, su plena autonomía, pero ¿ha sido gracias a su superior o a pesar de él? Para mí esa pregunta queda abierta.

– ¿Qué  papel le otorga al espectador?

El desafío era muy complicado. De manera general, el espectador no llega completamente inocente a la película y, salvo excepciones, conoce al menos en parte la historia y la situación de Onoda. Por tanto había que situarle en una posición crítica en la que pudiera sentir empatía por el personaje, a pesar de sus errores y de sus actos, sin por ello dejar de mantener la distancia y de esperar  la controversia.

– La película plantea la cuestión del heroísmo, ¿considera que Onoda es un héroe?

Es imposible no ver a Onoda como un héroe, aunque su aventura sea muy ambigua. Un héroe, en todas las mitologías, particularmente en la griega, es a menudo alguien autorizado a cometer actos aterradores. No hay heroísmo sin ambigüedad sin suciedad. Onoda es heroico porque encarna unos valores en los que una gran parte de los japoneses se reconocieron durante un tiempo. Pero no hace falta ser japonés ni tener tendencias militaristas para quedar impactado por su historia. Onoda escapa a su propia persona. Forma parte del bando de los perdedores pero realiza, casi a pesar suyo, algo que lo sobrepasa.

– También ha apuntado usted que para recobrar su humanidad, Onoda debe pasar por el mundo de los muertos, lo que le acerca al mito de Ulises. A Homero…  

Tomé conciencia de la referencia a Ulises gracias a mi productor, Nicolas Anthomé, hasta el punto de que llegamos a pensar en abrir la película con una cita de Homero. Ulises debe recorrer el Mediterráneo antes de tener derecho a volver a su hogar. Onoda también se encuentra en esa situación: vuelve a Japón tras haber soportado la totalidad de las pruebas que le han sido impuestas. Entre Homero y la película –y esto conecta también con Centauros del desierto, de John Ford, y con Billy Lean, de Ang Lee– veo una idea común esencial: el individuo al que se envía a luchar por la supervivencia de la comunidad queda, por eso mismo, excluido de ella; se excluye a sí mismo (o le excluyen) de la humanidad para salvar la sociedad a la que pertenece. Eso implica entrar en el mundo de los muertos. Y es que, aunque Onoda admite tener miedo a la muerte la primera vez que lo vemos, acaba por sembrarla a su alrededor y por vivir entre las tumbas de sus camaradas. En el caso de Onoda esta temática se ve reforzada en gran medida por el hecho de que le han prohibido morir.

Finalmente, ¿en qué anda ahora? ¿Cuáles son sus próximos proyectos?

No hay nada seguro… Me siento dividido entre la necesidad de hablar de mi país y la de solo contarme a mí mismo a través de los otros. Necesito filmar Francia y mi época sin por ello quedar encerrado en ello. De hecho, con Onoda me he dado cuenta de que le he cogido gusto a las historias difíciles o, incluso, imposibles de contar. Me gusta ese desafío, esa aventura que consiste en encontrar una forma narrativa, estética y poética para temas vertiginosos. En ese reto me siento.