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Mi nombre es Orson Welles

Con apenas diez años ya era dibujante de cómics, actor y poeta; antes de cumplir los dieciocho había descubierto las diversas facetas del teatro, desde la interpretación a la escenografía, y todavía no había alcanzado los veinte cuando dirigió su primer cortometraje.

Poco después, sobre el andamiaje del Mercury Theatre, montaría medio centenar de espectáculos teatrales en tan solo dos años y adaptaría una serie de textos literarios para los programas radiofónicos de la CBS, entre ellos la célebre adaptación de La guerra de los mundos, de H.G. Welles, emitido el 30 de octubre de 1938, que desencadenó un maremoto de pánico en los Estados Unidos al convencer con su voz rotunda a dos millones de oyentes de la invasión de la Tierra por los marcianos.

Cuando el reloj le dio la hora de Hollywood contaba veinticinco años. Entendió que todo su trabajo detrás y delante de las cámaras debía centrarse en estar a la altura de la leyenda que ya era. Tras descartar la realización de la versión cinematográfica de El corazón de las tinieblas, la intensa novela de Joseph Conrad, se decidió por llevar a la pantalla la biografía encubierta del magnate de la prensa William Randolph Hearst, cuyo primer texto había escrito Herman J. Mankiewicz.

Después de realizar varias revisiones del guion original, en el verano de 1940 llegó el rodaje de Ciudadano Kane, “la mejor película de la historia del cine”, según la opinión de numerosos críticos y de los resultados de las infinitas encuestas realizadas durante las últimas décadas, aunque el oscarizado Fernando Trueba la tache de pretenciosa y Jorge Luis Borges la considere “genial en el sentido más nocturno y más alemán de esta mala palabra”.

Sin embargo, como espectadores, deberíamos seguir el consejo de François Truffaut, quien recomendaba no darles demasiada importancia a los críticos, ni en un sentido ni en otro. Quizás, porque los hay que siempre sacan lo que tienen de autor, y otros tienen dificultades para pasar del prejuicio con el que entran a una sala de cine al juicio con el que salen de ella.

Si dejamos al margen el certificado de bondad o de maleza emitidos por la crítica se puede decir que la historia de Charles Foster Kane cambió la manera de hacer cine, al hilvanar la forma y el contenido de una manera distinta a lo que se venía haciendo hasta ese momento.

El joven director se sabía capaz de elaborar una narrativa y una técnica cinematográficas propias, con las que ocultar el mundo real bajo sucesivas y poderosas máscaras, y se puso manos a la obra para encontrar y descifrar en la historia narrada una verdad no contradictoria con el carácter ilusorio de las imágenes. Para ello se valió de un uso singular de los espacios escénicos y de un emplazamiento particular de la cámara para conseguir los primeros planos, la profundidad de campo y la cadencia de las imágenes.

Dicen los poetas que nadie puede bañarse en el mismo recuerdo dos veces. Sin embargo, con ligeras variantes para no desmentir a los creadores, yo me he sumergido repetidamente en aquellos cálidos días de principios de los años 70, en los que su figura cruzó la orilla y se adentró en las aguas de mi memoria para siempre. Unas veces se me aparece disfrazado del pirata John Long Silver en la mojaquera playa de El Sombrerico, camino de la Isla del Tesoro, que no es otra que la islica de San Andrés, frente a Carboneras, y otras, lo veo paseando por las calles de Garrucha con su loro al hombro, o sentado en las tabernas del Malecón frente a una botella de vino, disfrazado de sí mismo con esa máscara de hombretón tan suya, conversando con Andrés Vicente Gómez. Cuando entonces, hacía mucho tiempo que Orson Welles habitaba su nombre.

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