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Los Durrell en ese lugar donde poder crecer

Lo cuenta el pequeño de la familia, Gerald, en el libro Mi familia y otros animales, uno de los tres en los que está basada esta historia: “Ya estaba bien de lluvia en Gran Bretaña y que la familia haría muy bien en sobrevivir en clima más tolerante: por ejemplo Corfú”. Completan la trilogía Bichos y demás parientes y El jardín de los dioses.

No obstante cuesta imaginarse a una madre de principios de siglo XX, más bien de cualquier época que se nos ocurra, capaz de abandonar la bien tradicional senda de la vida, en este caso en la lluviosa Bournemouth, en Inglaterra, para proveer a sus hijos, Lawrence, Leslie, Margo y Gerry, de una experiencia vital tan maravillosa.

Como si pareciera imposible, los cinco toman un barco e innumerables trenes para atravesar el continente y aterrizar en una isla a la que no se le acaba el sol ni el exotismo para caminar por un proceso maravilloso de adaptación a la vida griega. Jugando con un tan característico humor inglés y, sin caricaturizar nada, transitar por esa etapa de luz junto a la familia Durrell se antoja un placer de lo más exquisito.

Sin un desarrollo dramático ambicioso, esta serie se digiere a fuego lento, con tranquilidad, cada capítulo de las cuatro temporadas se consume como si fuera una obra de arte, un paraíso trasladado a la realidad, -excentricidades y adaptaciones de guion aparte-, convirtiéndose en una muestra fehaciente de que los mayores retos pueden ser superables, y se convierten en nuestras mejores medallas.

No hay que olvidar, sin embargo, que la familia Durrell es especial, el descarado y elocuente hijo mayor, Larry, fue un aclamado novelista, reconocido por sus novelas subidas de tono, algunas escritas en su etapa en Corfú, su amistad legendaria con Henry Miller o su paso por los servicios de inteligencia británicos durante la guerra.

Un ser escurridizo, independiente y resuelto, talentoso e inspirado que guía en muchas ocasiones a su madre por esta aventura griega, empujándola a disfrutar de todo, incluso del amor: “¿Cómo podemos tus hijos desarrollar un sano complejo de Edipo sin un padre al que odiar? ¿Cómo puede Margot odiarte bien si no tiene un padre del que enamorarse? Estás haciendo que nos convirtamos en monstruos de depravación. ¡Como madre tienes el deber de volverte a casar!”.

Fue Larry, ya al final de su vida y después de haber deambulado por varios países, cuando llega a la campiña francesa y recapacita: «Me he refugiado en esta isla con algunos libros y el hijo de Melissa. Me pregunto por qué he escrito la palabra refugiado. Las gentes de aquí dicen de broma que hace falta estar enfermo para venir a recuperarse en un rincón perdido como éste. Pues bien. Así sea. Digamos que he venido aquí para intentar curarme».

Puede que sea, precisamente ahora, cuando estamos todos refugiados en nuestras casas cuando podemos y debemos echar la vista algo más allá de la ventana y soñar con un país lejano que nos refugie, que nos rescate de la desazón de una rutina con sabor a mascarilla.

Y es que, como explicaba Gerry en su libro, «lo que todos necesitamos es sol, un lugar donde poder crecer».