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Un paseo seguro por las trincheras de la Gran Guerra

Los despachos que Kipling fue mandando desde el frente galo (Francia en guerra, 1915) y el italiano (La guerra en las montañas, 1917) y publicados por entregas en el Daily Telegraph pueden degustarse reunidos y traducidos por primera vez en nuestro idioma en Crónicas de la Primera Guerra Mundial. Siete años después de que le concedieran el Premio Nobel, el escritor del gran mostacho (que para los cinéfilos de pro siempre tendrá la cara de Christopher Plummer) se personó en el noreste de Francia dispuesto a dejarse la pluma hablando muy bien de los buenos y muy mal de los malos. Sin medias tintas.

Poeta de popularidad masiva desde muy joven, el Kipling cincuentón fue para los ingleses a esas alturas de su vida el mejor relaciones públicas posible tanto para animar a los soldados y ciudadanos británicos y franceses como para influir en las naciones neutrales. Periodismo de propaganda que busca conmover a los suyos y denigrar a los otros, a los representantes de una Alemania que “nos ha enseñado lo que es el Mal”. “Bárbaros” a los que hay que erradicar de la faz de la tierra. Aún más: “animales que, desde el punto de vista científico y filosófico, se han apartado de manera inconcebible de la civilización”.

Mucho de lo que Kipling vio y escribió entonces puede ilustrarse con unas cuantas películas que suelen tener como denominador común un manifiesto espíritu antibélico. De la mano del escritor visitamos trincheras, cuevas y refugios, “montones incalculables de suelo levantado que ha quedado a la luz en carne viva”. Esa guerra de las trincheras, que con mano maestra ha dibujado de forma tan obsesiva el francés Jacques Tardi en sus novelas gráficas, la plasmó también como nadie Stanley Kubrick en los minutos iniciales de Senderos de gloria (1957). Película con un mensaje en las antípodas del de Kipling, contiene un paseo –en impecable formato trávelin– por lo que el escritor definió como “la muralla que el Hombre ha construido para defenderse de la Bestia”. El mando francés pasa revista y pregunta a sus hombres: «¿Qué tal, soldado? ¿Dispuesto a matar alemanes?».

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La Primera Guerra Mundial fue una batalla sobre el terreno. Las muertes que provocó la aviación fueron una minucia comparada la cifra que arrojó la lucha a ras de suelo. Causó alrededor de diez millones de muertes. El horror bélico adopta aquí una de sus caras más feas. “Cuando el fusil y la bayoneta sirven de algo, los hombres los emplean en todo el frente. Cuando funciona mejor el puñal, esconden tras las granadas de mano la hoja de doce pulgadas desguarnecida”, escribe Kipling. Y aunque la pelea en el aire de este periodo ha dado cintas estimables, entre ellas Alas (1927), de William Wellman, o El Barón Rojo (1971), de Roger Corman, ésta ha quedado como una guerra de trincheras. Hasta Chaplin, cuando hizo su comedia bélica Armas al hombro (1918), rodó algunos de sus mejores gags con la trinchera como escenario.

Frío en los Alpes italianos

La segunda remesa de crónicas firmadas por Kipling como testigo directo trasluce la orografía complicada y la dura temperatura ambiente del nuevo entorno. En los Alpes italianos, las armas son las mismas pero se añaden las piedras apiladas para lanzar colina abajo en el momento oportuno. Además de contra el enemigo, había que luchar contra el frío. “Allá arriba, si un hombre resulta herido y sangra sólo un poco antes de que lo encuentren, el frío acabará con él en cuestión no ya de horas sino de minutos. Compañías enteras han quedado congeladas y tullidas mientras están apostadas, a cubierto, en las pausas de una ofensiva”.

Sobre la participación italiana en el conflicto, no hay mejor película que La Gran Guerra (1959), de Mario Monicelli. Cuenta en tono de sátira, y alternando con fluidez comedia y drama, la aventura por la supervivencia de dos soldados encarnados por Vittorio Gassman y un Alberto Sordi en estado de gracia. Cuando se citan los grandes filmes ambientados en la guerra del catorce (El gran desfile, Sin novedad en el frente, La gran ilusión…) suele omitirse injustamente esta joya del cine europeo. Aquí la tremenda escena final; eso sí: solo apta para los que ya han visto película.

Entre las crónicas francesas y las italianas la tragedia sacudió la vida de Kipling. Su hijo John desapareció en combate en 1915 a la edad de 18 años. Los problemas de vista –de herencia paterna– que podrían haber dificultado su entrada en el regimiento fueron resueltos gracias a los buenos contactos del padre. Lo cuenta Ignacio Peyró en su extraordinario prólogo. “Kipling entrevistó a sus compañeros de milicia, lo buscó por los hospitales de campaña, alimentó durante meses las esperanzas, primero de encontrarle con vida; después, al menos, de encontrar su cuerpo”. En 1992 se identificaron unos restos que hasta este mismo año no encontraron confirmación de que eran los de John Kipling.

Precisamente una de las grandes películas del subgénero bélico de la Primera Guerra Mundial es La vida y nada más (1989), de Bertrand Tavernier, que aborda el horror particular de los que, tras la guerra, buscan a los suyos, muertos o desaparecidos en combate. La tarea militar de ayudar a los familiares en esa búsqueda es el motivo argumental de esta historia en la que dos mujeres tratar de dar, sin saberlo, con el mismo hombre.

https://www.youtube.com/watch?v=BNfRsCctkbQ

cronicas de la primera guerra mundial rudyard kipling forcola [1]Crónicas de la Primera Guerra Mundial [2]
Rudyard Kipling
Traducción: Amelia Pérez de Villar
Fórcola Ediciones
136 páginas
16,50 euros