La Galería Fernández-Braso de Madrid muestra una selección de las últimas series de pinturas de Gerardo Delgado (Olivares, Sevilla, 1942), creador vinculado al grupo Nueva Generación y artista clave en el desarrollo de las vanguardias de los años 70 y 80. La evolución de sus últimos años de trabajo puede verse a través de cuatro series bajo el epígrafe Rutas y otros laberintos. 2009-2013. La primera de ellas es una versión ampliada de La Ruta de San Mateo, pintada en 2009, y está compuesta por 14 telas «de un negro denso, que con distintas calidades y matices pretende representar, en 14 estaciones, la profunda unción de la Pasión de Bach, una composición que siempre me acompaña. En su elaboración, en su avance, la serie se ha vuelto más compleja. Las dos últimas pinturas han aclarado su color, adquiriendo matices dorados como reflejo de lo divino, aunque el negro aún vibra desde las capas del fondo», escribe el propio pintor. Dunas urbanas, pintada entre 2012 y 2013, está realizada sobre un fondo duro y resistente como es la madera y se basa en la repetición de franjas curvas y rectas. Es una obra rítmica y de colores vivos, intensos y puros, donde «los ritmos de los instrumentos de pintar se han dejado descarnados acentuando la gestualidad. El espectador es obligado por los reflejos y las transparencias a buscar su propio lugar de visión. Cada cuadro adquiere distintas caras y todas inestables. La luz externa lo transforma. De ahí la importancia de la experiencia directa con la obra y del tiempo detenido necesario para su contemplación», apunta Delgado en el catálogo de la exposición.

Eco de improvisación

En la tercera serie, titulada La hora de la siesta y pintada en 2013, se repite el formato vertical y el soporte de madera utilizado en Dunas urbanas. En estas obras, sin embargo, se percibe un eco de improvisación en las desiguales líneas horizontales que parecen querer contrarrestar la verticalidad del formato, produciendo unas obras rítmicas y melódicas y de intensos colores debido al uso de pigmentos metalizados, fundamentalmente oro y plata. Por último, en Rataplán, onomatopeya del redoble del tambor, el artista está interesado en resaltar la ausencia de un aspecto fuertemente formalizado, interesándose por, en sus propias palabras, una «apariencia que sea caótica y que rompa toda posibilidad de que se nos presente con una idea directriz única. Al no existir una jerarquía entre las formas, las partes, claramente diferenciadas, no están equilibradas entre sí, ni relacionadas, ni compuestas. Los bruscos desequilibrios son frecuentes. Se despliegan como simples acoplamientos y yuxtaposiciones; son «bricolajes antiformales» de partes que nunca conllevan estructuras relacionales, y que suelen entrar en pugna más que crear síntesis».