En Poder Absoluto, un prestigioso político aspira a la presidencia de su país. Todo está a su favor. Todo salvo algún trapo sucio por lavar. Para ello contará con la ayuda de un joven y ambicioso miembro del partido. Un trepidante thriller político que se sumerge en el mundo de la corrupción, desenmascarando la realidad de la vida pública.

Notas del autor y director

Entre el relativo positivismo de Rousseau y la tétrica visión de Plauto y Hobbes, afirmando que “el hombre es un lobo para el hombre”, debería hallarse el equilibrio para definirnos como seres sociales. Lo cierto es que el hombre, en el ejercicio del poder, se deja tentar –con demasiada frecuencia– por dos pecados capitales: la soberbia y la avaricia. Si el primero es perverso, el segundo –movido hoy por la voracidad de los mercados– es un cáncer que está carcomiendo, cada día más, nuestros cimientos morales. Hablamos de las antiguas barbaries, y casi parece que olvidemos que la barbarie es el pan nuestro de cada día: la Alemania Nazi, Srebrenica, Abu Ghraib, el cuerno de África, el racismo creciente en Grecia… Vivimos en un país que prefiere salvar a los bancos antes que a sus ciudadanos; en un país cuyo ministro de Defensa estaba al frente de una empresa que vendía bombas de racimo; en un mundo empeñado en rescatar al gran capital, olvidando la miseria del tercer mundo y la de nuestras calles.

El teatro –la cultura, en general– debe recordarnos lo que está ocurriendo, aunque intenten amordazarnos. He tenido la inmensa fortuna de contar con dos actores irrepetibles y entregados hasta la extenuación, para poder cantar las cuarenta a quienes dicen servirnos.