Alejándose de la fotografía documental, López Bedoya refleja una temperatura emocional y un diálogo de presencia-ausencia con el espacio, el tiempo y la historia. El tiempo marca aquí el ritmo de estas obras, un tiempo detenido que deja suspendidas en el aire las construcciones que los eremitas, aquellos primeros cristianos que optaron por retirarse a vivir en soledad y oración al desierto, edificaron como espacio vital.

Santuarios de silencio pretende ser un testimonio poético de estos espacios llegados hasta nuestros días sin levantar la voz, en el purgatorio del olvido o sencillamente ignorados, pero con unas huellas y cicatrices reflejadas en sus paredes que nos hablan de soledad y remanso, de vidas dedicadas a la iniciación, expiación y purificación, todo ello acontecido en un periodo tan difuso de nuestra historia como es la Alta Edad Media.

Santuarios de silencio

según Agustín López Bedoya

El eremitismo es un fenómeno que puede entenderse sobre todo en un sentido espiritual, que viene de épocas de los Padres del Desierto, de monjes sirios, palestinos y egipcios que en el siglo IV abandonaron las ciudades del imperio romano para vivir en las soledades de los desiertos de Siria y Egipto.

En la Península Ibérica los eremitorios se cree que se desarrollaron entre los siglos IX y X, en plena recuperación del territorio peninsular. En concreto, aquellos diseminados a través del cinturón del Alto Valle del Ebro son los que forman parte del proyecto Santuarios de silencio.

En cada uno de estos eremitorios llegados hasta nuestros días se percibe cómo la cuenta del tiempo se detuvo en ellos para siempre, salvo contadas excepciones. No obstante prevalece, en el umbral entre luz y oscuridad, un silencio que se antoja estruendoso, junto a tensiones invisibles testimonio de inquietantes vivencias de aquellos ermitaños que buscaron cobijo en esas cuevas naturales excavando la roca con los instrumentos y medios de trabajo de la época, recreando espacios con apariencia de iglesia, con separaciones entre nave y ábside, labrando arcos con forma de herradura, creando pequeños oratorios con altar en el que celebrar el culto, grabando en sus paredes inscripciones o signos como el de la cruz para así convertirlos en lugares sagrados orientados al culto, transformados en “ermitas rupestres”.

Son humildes y apartados refugios a los que retirarse deliberadamente del mundo externo para descubrir el centro de su existencia, practicar oración y penitencia con el único deseo de alcanzar la paz del alma y la pureza de corazón a través de la fuga mundi.