Gracias a un representativo conjunto de más de cien artistas de diversas nacionalidades que abarcaron numerosos estilos y formatos (desde la pintura y la escultura al cine, la música o la fotografía) y más de 200 obras –muchas de ellas nunca expuestas antes–, esta muestra arroja luz sobre la riqueza de esta etapa, sin duda crucial en el siglo XX y, como señala el canadiense Serge Guilbaut, su comisario, «refleja el estrecho vínculo entre los enunciados artísticos, políticos, económicos y sociales».

Para Manuel Borja-Villel, director del Reina Sofía, estamos ante una muestra «de interés historiográfico y actual, porque en un momento en el que la deportación es normal y Europa no parece saber qué hacer con sus fronteras y con la inmigración merece la pena recordar que París fue capital europea de la cultura gracias a los extranjeros».

Los extranjeros

A lo largo de los más de veinte años que componen la cronología abordada, París, ciudad que trataba de restablecer tras la devastación de la guerra la reputación que gozaba antaño como capital cultural del mundo, acogió en sucesivas oleadas a un amplísimo número de artistas de América, Europa, África y Asia.

En 1965 estaban allí localizados más de 4.500. Algunos ya estaban presentes mucho tiempo atrás, como Kandinsky o Picasso, pero otros muchos fueron llegando progresivamente huidos de sus países por motivos de discriminación racial, homófoba o de índole política o porque aspiraban a llegar a ser voces artísticas importantes gracias a los filtros críticos parisinos.

La amalgama de procedencias se refleja en la exposición, donde se pueden contemplar trabajos de artistas procedentes de Argentina, Canadá, Chile, Cuba, EE.UU, Haití, México, Venezuela, Alemania, España, Italia, Finlandia, Hungría, Portugal, Rumanía, Rusia, Suiza, Argel, Sudáfrica y Japón.

Y nombres como los de Eduardo Arroyo, Jean-Michel Atlan, Anna Eve Bergman, Minna Citron, Ed Clark, Beaufor Delaney, Erró, Claire Falkenstein, Sam Francis, Herbert Gentry, Carmen Herrera, Vassily Kandinsky, Ida Karskaya, Ellsworth Kelly, Mohammed Khadda, John-Franklin Koenig, Roberto Matta, Pablo Palazuelo, Pablo Picasso, Jean-Paul Riopelle, Loló Soldevilla, Nancy Spero, Shinkichi Tajiri, Rufino Tamayo, Chu Teh-Chun, Jean Tinguely, Maria Helena Vieira da Silva, Wols o Zao Wou-Ki.

Reconstrucción

Atraídos por su legendaria historia bohemia, los recién llegados encontraron en los bares, clubes de jazz y estudios un aparente ambiente libre de prejuicios y de comportamientos académicos tradicionales. A cambio, estos creadores ofrecieron su participación y colaboración en la reconstrucción cultural de la ciudad, que seguía luchando por ser la abanderada del arte occidental.

Así recuperó en cierto sentido su condición de punto de encuentro privilegiado para la comunidad artística. Sin embargo, ya no tenía la centralidad mundial previa a la guerra. Su producción cultural distaba en gran medida de la imagen de unidad que se consolidaba al otro lado del Atlántico, en Nueva York, en torno al expresionismo abstracto, y que contaba con el beneplácito de amplios sectores de la crítica, el mercado y las instituciones que se hacían eco entonces de la rígida dialéctica de bloques antagonistas impuesta por la Guerra Fría.

En contraposición, los artistas en París rehuyeron de ese discurso unitario, evidenciando con su pluralidad de enfoques las tensiones, los conflictos y las disparidades de la época. De este modo, la defensa del realismo socialista convivió en los primeros años de posguerra con los debates entre abstracción y figuración -o entre distintos tipos de abstracción-, toda vez que el surrealismo adquirió una renovada relevancia con experimentos cercanos al automatismo.

Pero, como recuerda Guilbaut, el mito de la Ciudad de la Luz quedó destruido en 1964 cuando el estadounidense Rauschenberg ganó el León de Oro en la Bienal de Venecia. Fue el final de una época, el final de la supremacía cultural parisina en el mundo. El ambiente artístico se politizó aún más y se volvió aún más crítico con la consumista y conservadora nueva sociedad gaullista.

Por aquel entonces ya trabajaban en París una serie de autores singularmente críticos con los excesos del capitalismo y la nueva sociedad de consumo, y desilusionados por la falta de respuesta de las corrientes en boga: el expresionismo abstracto y el pop art.

Todos estos fueron los escenarios en los que aterrizaron progresivamente, en sucesivas diásporas, los artistas foráneos llegados a la capital francesa y París pese a todo. Artistas extranjeros, 1944-1968 no sólo revela la vitalidad del mundo artístico de todo el periodo analizado, sino que destaca la relevante contribución y protagonismo de aquellos inmigrantes.

12 espacios

La muestra, que presenta en 12 espacios y de manera cronológica la interesante mezcla de nacionalidades que realizaban prácticas artísticas similares, comienza con Kandinsky, que había fallecido en noviembre de 1944 tan solo dos días antes de la clausura, en la galería L’Esquisee de su última exposición individual.

Y concluye ya en los años sesenta, en un contexto de intenso auge económico, cuandon acuden a París una serie de autores, como el argentino Antonio Berni (1963), de quien se puede ver su obra Juanito va a la ciudad, el estadounidense Larry Rivers (Dinero francés II, 1962) o españoles como Eduardo Arroyo con sus Los cuatro dictadores (1963), singularmente críticos con los excesos del capitalismo y, en concreto, con la nueva sociedad de consumo, manipuladora en su tendencia de hacer espectáculo de la vida cotidiana.

«Aunque a mediados de los 60 se criticaba a París por mostrar ya claros síntomas de haber dejado de ser el centro del arte moderno, la obra producida por una nueva y amplia generación de artistas nacidos en el extranjero devolvía un optimismo que sería importante para la explosión crítica que avecinaba la revolución de Mayo del 1968», añade Sergue Guilbaut, que concluye recordando una frase pronunciada en 1945 por el crítico Michel Florisoone: «El genio francés necesita a los extranjeros para funcionar».