Sin pertenecer a las principales corrientes de su época, como el minimalismo, el expresionismo abstracto o el pop art, este singular artista abordó desde su particular estilo cuestiones de la condición humana y las preocupaciones de la sociedad estadounidense de mediados del siglo XX, inmersa en la tensión de la Guerra Fría, el consumo y la cultura de masas.

La exposición presenta cerca de 130 obras de Westermann fechadas entre 1954 y 1981: la mayoría de ellas intrigantes esculturas realizadas en madera con perfección de ebanista, pero también se incluyen grabados, dibujos y cartas, así como pinturas de su primera etapa artística.

El imaginario de Westermann revela su traumática experiencia como marine durante la Segunda Guerra Mundial así como con un agudo conocimiento de su país, desde sus conflictos militares o su vastos y espectaculares paisajes hasta la soledad de las grandes ciudades o la cultura televisiva y publicitaria. Todo ello se muestra en obras como sus elocuentes death ships (barcos de la muerte), su serie de litografías See America First (Primero conozca América, 1968) o los linóleos Disasters in the Sky (Desastres en el cielo, 1962).

Un lugar propio

Por otro lado, si bien su producción no puede reducirse a un estilo determinado, en ella persiste su preocupación por asuntos como la muerte y el continuo del trabajar. Se trasluce también un interés por hallar y construir un lugar propio. La comisaria Beatriz Velázquez indica a este respecto que, para Westermann, la práctica artística supone un hacer, un construir permanente. A través de él se entiende que una persona es en el mundo en la medida en que habita, y habita en la medida que construye su espacio, su habitación, su abrigo.

La construcción de la obra propia, del lugar en el mundo, conlleva dificultades. Quizá por eso las obras que tienen como tema la casa remiten a un contenido de imposibilidad. Desde los momentos tempranos de su carrera, la casa fue a veces prisión, otras veces un mausoleo para el aún vivo y muchas otras, sitio inexpugnable que dificulta el habitar. En otras obras, la casa marca el momento definitivo de muerte. Es decir, la conquista del hogar únicamente llegaría en la muerte y, por eso, la de Westermann es una empresa sostenida, pero no terminable, de ir -o volver- a casa.

Las pinturas que abren la exposición pertenecen a sus primeros años de formación como estudiante de Bellas Artes en la Escuela del Art Institute de Chicago. En ellas se aprecia la influencia de las vanguardias europeas y su organización en campos de color bien delimitados apunta ya hacia la marquetería y anticipa el gusto del artista por el trabajo madera.

La transición entre estas imágenes y lo que será su medio preferente, el objeto en madera, puede observarse en Two Acrobats and a Fleeing Man (Dos acróbatas y un hombre huyendo, 1957), donde los tres personajes parecen desconectados del paisaje urbano en el que se encuentran, vaticinando las preocupaciones que serán duraderas en el artista, como la condición aislada -desabrigada, en definitiva- de la persona en el mundo. Las primeras esculturas, desde 1954, se acercan al mismo tema mostrando la angustia del confinamiento y de la muerte.

Barcos de la muerte

La sala de los barcos de la muerte interrumpe el recorrido cronológico de la exposición, advirtiendo cuánto repitió Westermann este motivo (hasta en veinte ocasiones como escultura, y muchas más en obra sobre papel). Barcos veleros, vapores, buques mercantes o de guerra, todos ellos presagian un destino fatal. Han perdido el mástil, o navegan peligrosamente escorados. Algunos no avanzan, atrapados en un mar de brea o en la calma chicha; otros vagan después de haber quedado abandonados. Muchas veces se esconden en su propia caja, como si fuera un ataúd.

Con referencias a distintas fuentes literarias, así como a las vivencias del artista a bordo del portaviones U.S.S. Enterprise durante la Segunda Guerra Mundial -donde presenció bombardeos, ataques kamikaze, hundimientos y la amenaza de los tiburones-, los barcos sirven como alegoría de que vivir es errar y de que es difícil alcanzar puerto. Aunque quizás el tesón de Westermann al volver a botar sus barcos, una y otra vez, suponga un ánimo de sentido contrario: una orientación tenaz hacia el hogar.

En la segunda mitad de los cincuenta las piezas de Westermann fueron diversificándose en cuanto a escala y forma. Las figuritas dedicadas a la esterilidad de la vida moderna se alternaron con estatuas de medio tamaño donde, a menudo, el cuerpo es una carcasa incapaz de dar cobijo.

En correspondencia comienza a fabricar cajas que representan reclusión. La caja aparece como morada para el hombre -que queda encerrado dentro- o, incluso, como mausoleo. Por su parte, las representaciones expresas de casas presentan proyectos fallidos: están en llamas o han sido abandonadas sin causa conocida.

Memorial to the Idea of Man If He Was an Idea (Monumento a la idea de hombre si él fuera una idea, 1958) resume el fracaso del refugio en casa y cuerpo. Se trata de una estatua-armario, cíclope en cuya boca asoma una figura diminuta pidiendo ayuda. Su interior hueco aloja un barco que se hunde, un acróbata sin brazos y un personaje descabezado que trata en vano a jugar al béisbol. Como en La Odisea, esta obra refleja las desventuras que suceden al ir al reencuentro, una y otra vez postergado, del hogar.

Cultura de masas

En Mad House (Casa loca, 1958), y en otras esculturas tempranas como He-Whore (Mujeriego, 1957), el cuerpo ya no constituye sede de sosiego. El tono pesimista y agitado de estas obras fue entendido en su momento por ciertos críticos y comisarios como una respuesta del arte del momento, agotado el expresionismo en la abstracción, a la angustia y deshumanización de la posguerra.

A finales de los años 50 el artista se fija en la cultura de masas. La exposición concentra aquí obras que, con alusión a los productos de consumo y entretenimiento de la sociedad de la opulencia, reflejan inquietudes propias de la Guerra Fría. Es el caso de Brinkmanship (Estrategia de temeridad, 1958-1959), con referencias a la amenaza del desastre atómico y a las agresivas políticas bélicas del momento.

Westermann abordó la posibilidad de una guerra nuclear replicando en sus grabados y esculturas algunos de los motivos utilizados por el cine de ciencia ficción de la época al tratar dicha temática: la tecnología al servicio de la máquina de destrucción o el robot de origen extraterrestre. En conjunto, retratan un entorno que se percibía inhóspito, pese al confort doméstico propio de la sociedad de consumo.

El empleo del imaginario de la cultura popular hizo que, iniciados los años 60, participara en varias de las exposiciones de los incipientes nuevos realismos y de arte pop. No obstante, será una exposición individual suya en la Galería Allan Frumkin, en 1963, la que dará pie a un encaje más situado de su heterodoxo trabajo en el complejo escenario artístico de la época. En su caso concreto, dentro de la controversia entre el formalismo tardío y los minimalistas a propósito de lo objetual.

Hacia la objetualidad

Las esculturas de aquella exposición, reunidas en gran parte en una de las salas, dan cuenta de un cierto viraje hacia la objetualidad. Describiendo una talla como A Rope Tree (Un árbol de soga, 1963), el crítico Donald Judd repararía en su cadena de falsas apariencias: el contrachapado imita una soga, que a su vez imita un árbol como si en la distancia entre la representación y lo representado quedara desnuda la condición de objeto de la pieza. Por ello, Judd le incluiría dentro de la relación de artistas que hacían “objetos específicos”. Otro crítico, Dennis Adrian, entendía las piezas del artista como objetificaciones de la experiencia y les adscribía el atributo de objetividad absoluta.

La expresión sobre papel de Westermann se produjo en incontables cartas, porque el artista se correspondía a diario con colegas y familiares. En ellas informaba del progreso de su trabajo con dibujos que reproducen en detalle las piezas que construía. Además engarzaba las imágenes con el texto de muy diversas maneras, como parte inseparable de los mensajes que enviaba, sirviéndose de los vocabularios del cómic y los dibujos animados, fuentes que inspiraron también su obra escultórica.

Otras misivas muestran escenas y paisajes que conforman comentarios sobre la actualidad de su época. En estas cartas-dibujo encontramos también cómo las preocupaciones del artista por la muerte y la residencia a menudo viajan parejas. En una de ellas Westermann narra un suicidio que conoció en 1965, viviendo en San Francisco. Como adiós, el suicida dejó escritas las palabras “I’m Goin’ Home” (“Me voy a casa”). Este episodio impactó al artista, quien convirtió la frase en material de varios de sus trabajos.

See America First (Primero conozca América) es el título que el artista adoptó en 1968 para una serie de 18 litografías tomando prestado el eslogan de una campaña de turismo de principios del siglo XX que animaba a los ciudadanos estadounidenses a explorar su propio país en lugar de viajar al extranjero. Las obras, que en parte detallan su propio viaje por todo el país, someten a un escrutinio crítico a la América del momento, de forma parecida al de las esculturas anteriores que aludían a la guerra.

Se trata de estampas sensiblemente abstractas del paisaje y panorama norteamericanos, que emplean figuras tipo (como el alter ego del artista luciendo esmoquin o el hombre Michelin), elementos extraídos de los death ships y todo un repertorio de imágenes de la cultura popular y suburbana. Todo ello con trazos deudores, en muchos casos, del cómic, que al final de los sesenta estaba gestando la historieta underground.

Al absurdo

Desde mediada la década de los sesenta, los objetos acusan distintas reducciones al absurdo. Por una parte, el artista recurre a distintas capas de contradicción entre los títulos, materiales y referentes representados de sus piezas, confeccionando lo que la crítica ha llamado paradojas visuales y materiales. Otras veces incide en los fallos de funcionalidad de mecanismos y estructuras, como en Antimobile (Antimóvil, 1966).

Hay piezas que surgen por la intervención del escultor en una herramienta, que queda inservible. Así, agotada su razón instrumental, lo que antes era un utensilio ahora pasa a ser obra de arte. Así, uno de los dispositivos inútiles, Im Goin’ Home on the Midnight Train (Me voy a casa en el tren de medianoche, 1974), contiene un martillo inoperante de dos cabezas. El título recuerda de nuevo las palabras del suicida, “me voy a casa”, para situar el hogar como hito del final de la vida. El resultado del trabajo, la casa completada, llega precisamente con el final del trabajo -el martillo inoperante, por ejemplo- que es, a la vez, el final de la vida. Westermann ensambló esta pieza en un período de grave convalecencia, al borde de la muerte. El título de la obra deja entrever que el artista, en su dificultad para trabajar, estaba a punto de “llegar a casa”. Lo cual, por extensión, permite entender el proyecto de hacer hogar, de obrar haciéndose un lugar, como empeño de su labor artística.

El artista ahondó también en sus investigaciones sobre el asunto de la muerte en la segunda parte de su carrera aunque ya no discurrirán ya tan asociadas a la prisión y caducidad del cuerpo. Algunos objetos replican formas arquitectónicas de túmulos y monumentos funerarios; otros sondean la condición mortal o la latencia de la muerte. Por ejemplo, próxima al sentido de muerte como tránsito está Suicide Tower (Torre de suicidio, 1965) que, más que representar el momento de muerte, recrea el tiempo previo a un salto fatal. La acción de dilatar o demorar la muerte es otra de las reflexiones recurrentes de H. C. Westermann.

Tras este apartado, la muestra finaliza deteniéndose en la obra gráfica y ya más tardía como su serie The Connecticut Ballroom (El salón de baile de Connecticut, 1975), que presenta presagios poco halagüeños de la catástrofe ambiental y desolación posnuclear.