La muestra, titulada Jawlensky. El paisaje del rostro y comisariada por Itzhak Goldberg, recorre la trayectoria del pintor desde sus orígenes y los inicios de su carrera en Múnich, pasando por la transformación que experimentó su pintura en Suiza, hasta sus últimos años en la ciudad alemana de Wiesbaden. Al tiempo establece un diálogo con piezas de distintos artistas con los que compartió inquietudes e intereses, como los franceses Henri Edmond Cross, André Derain, Henri Matisse o Maurice de Vlaminck, compañeros de viaje durante el período posimpresionista y fovista; la pintora Marianne von Werefkin, pareja de Jawlensky hasta 1921; Gabriele Münter, una de las pocas mujeres asociadas al expresionismo alemán, o Sonia Delaunay, con quien comparte el uso vibrante del color.

Pionero en el desarrollo de la autonomía de una pintura que en las primeras décadas del siglo pasado caminaba hacia la abstracción, Jawlensky creó una extensa obra basada en series y regresos casi obsesivos, en conexión con el lenguaje musical, un ámbito que inspiró a numerosos artistas de su época.

El pintor participó en algunos de los acontecimientos más relevantes del arte del XX. Junto a otros artistas como Kandinski (al que le unió una gran amistad), Münter o Werefkin fue uno de los principales protagonistas en la formación del expresionismo alemán, así como uno de los fundadores en 1909 de la Nueva Asociación de Artistas de Múnich. También se movió en la órbita del colectivo El Jinete Azul, aunque nunca llegó a abrazar de forma plena la abstracción.

Durante los primeros años, su obra se centra en la representación de naturalezas muertas, paisajes y retratos en un estilo deudor del posimpresionismo de Cézanne, Van Gogh y Gauguin, que irá derivando en un uso cada vez más intenso y autónomo del color, que invade su obra a partir de 1903. En 1905 visita el Salón de Otoño parisino, donde exponen los que serán conocidos como los fauves [fieras]. Impresionado por lo visto ese mismo año escribe: “Las manzanas, los árboles, los rostros humanos son para mí únicamente advertencias para ver en ellos algo distinto: la vida del color, captada por un apasionado, un enamorado”.

Variaciones

Obligado a refugiarse en Suiza durante la Primera Guerra Mundial, el pintor da inicio a lo que será su característica forma de trabajo serial. Fija su atención en una misma escena a la que vuelve una y otra vez con gran libertad y sentido de la investigación cromática. Son las Variaciones que cuestionan a través de su formato vertical la horizontalidad a la que tradicionalmente se había vinculado el género.

Aislado de todo, el artista busca una nueva dirección en su obra. Se decanta por el paisaje, motivo que no había estado tampoco ausente en sus pinturas; en Murnau había abordado este género con obras en las que el aspecto descriptivo iba dejando paso a composiciones semiabstractas. Es en este marco de experimentación libre en el que el pintor se embarca en las Variaciones, cuyo título sugiere la musicalidad de las obras y que inauguran la serialidad en su producción. Son pinturas de pequeño formato –de las que se cuentan actualmente entre trescientas cincuenta y cuatrocientas–, de colores vivos, aunque más tenues que en pinturas anteriores, que reproducen la escena del paisaje suizo de Saint-Prex que el autor ve desde su ventana, un motivo que inicia a la edad de cincuenta años y que le prepara para obras posteriores.

Pero es el retrato y, más concretamente, la indagación sobre las facciones humanas hasta sus líneas maestras esenciales lo que de manera más clara singulariza la producción pictórica de Jawlensky. El recorrido que pasa por las Cabezas de preguerra, las Cabezas místicas, las Cabezas geométricas (o Cabezas abstractas) y las Meditaciones pone de manifiesto una pintura en constante tensión entre la plasmación de la imagen del individuo y la reducción del mismo a un arquetipo.

Lo esencial

Uno de los aspectos que comparten los expresionistas alemanes con Jawlensky es el tema de la cara. Pero si para aquellos la presencia humana, dotada de una fuerte carga anímica, es lo que confiere a sus obras toda su intensidad, las cabezas de Jawlensky llegan con el paso de los años a cancelar todo rasgo de dimensión psicológica. A partir de 1908-1909 comienza un proceso de despersonalización y reducción a lo esencial y, si bien en sus retratos todavía se distingue la edad o el sexo del retratado, los títulos de sus obras ya no remiten casi nunca a personas identificables; lo importante es el aspecto plástico del cuadro y no la fidelidad a la representación del modelo.

Con respecto a esta insistente indagación en torno a la faz humana escribió: “Sentía la necesidad de encontrar una forma para la cara, porque había entendido que la gran pintura solo era posible teniendo un sentimiento religioso, y eso solo podía plasmarlo con la cara humana”. Para el comisario de la muestra, “esa tenacidad de Jawlensky en el trabajo sobre un mismo motivo nos resulta hoy especialmente significativa al dirigir nuestra atención hacia la contemplación del rostro ajeno precisamente en un momento, el actual, en que este se nos presenta velado”.

En 1921, y tratando de forzar su separación definitiva de Marianne von Werefkin, Jawlensky marcha a Wiesbaden, donde Emmy Scheyer le anima a exponer su obra de forma individual en una muestra en la que vende veinte obras, y a participar en una exposición conjunta en 1924 con Kandinski, Klee y Feininger en el contexto del grupo «Los Cuatro Azules». Fue la misma Scheyer quien ‘movería’ la obra del artista tanto en Alemania como en Estados Unidos, empezando por San Francisco, lo que supuso un gran alivio para la precaria economía del pintor, afectada también por su complicado estado de salud.

En 1928 comienza a padecer artritis reumatoide e inicia un recorrido por distintos hospitales y balnearios para aliviar sus síntomas: “Sufro una enfermedad muy dolorosa que empeora de año en año y poco a poco mis brazos y manos están cada vez más rígidos y torcidos, y padezco terribles dolores”, escribe.

Meditaciones

A principios de los años treinta trabaja en una serie de naturalezas muertas a las que volverá con más fuerza a partir de 1935. Se trata de composiciones de las que está ausente cualquier elemento anecdótico y en las que el pintor crea asociaciones libres entre formas y colores con una directriz de carácter más plástico que descriptivo. Estos son principalmente los años de las Meditaciones, de las que pinta cerca de setecientas en tan solo cuatro años.

“El último período de mis obras está realizado en formatos muy pequeños –escribe en sus memorias–, pero los cuadros son todavía más hondos y espirituales, contados tan solo mediante los colores. Puesto que sentía que en el futuro ya no iba a poder trabajar, elaboro como un obseso estas Meditaciones mías. Y ahora dejo estas pequeñas obras, que para mí son muy significativas, para el futuro de las personas que aman el arte”.

Con estas obras, Jawlensky cierra el ciclo evolutivo de su arte, como si a lo largo de toda su trayectoria hubiera ido despojándose poco a poco de cualquier anécdota narrativa y expresiva que distrajera de la esencia misma de la pintura y de la búsqueda espiritual y ascética que le acompañó.

Esta gran exposición, organizada por la Fundación MAPFRE, el Musée Cantini de Marsella y La Piscine, Musée d’Art et d’Industrie André Diligent de Roubaix (museos a los que viajará tras su paso por Madrid), cuenta con préstamos de importantes colecciones particulares y de instituciones internacionales como, entre otras, el San Francisco Museum of Modern Art, el Centre Pompidou de París, el Kunstmuseum de Basilea, el Musée d’Art Moderne de Paris, la Albertina de Viena, la Kunsthalle Emden, el Zentrum Paul Klee de Berna o la Kunstsammlungen Chemnitz – Museum Gunzenhauser.

La búsqueda

A pesar de la profunda evolución que experimenta la pintura de Jawlensky a lo largo de su carrera, en toda su producción subyace una búsqueda espiritual, casi religiosa, que le convierte desde los primeros años del siglo XX en uno de los más destacados impulsores de un lenguaje libre y expresivo en el que forma y color sirven para manifestar la vida interior.

En sus memorias, dictadas cuatro años antes de su fallecimiento, el artista subraya una y otra vez la importancia que en los inicios de su trayectoria tuvieron dos hechos de carácter religioso. Rememorando el primero habla de la impresión que le provocó siendo niño la visión de un icono en una iglesia polaca. En el segundo se refiere a su primer contacto con la pintura en la Exposición Internacional celebrada en Moscú en 1880: “Era la primera vez en mi vida que veía cuadros y fui tocado por la gracia, como el apóstol Pablo en el momento de su conversión. Mi vida se vio por ello enteramente transformada. Desde ese día, el arte ha sido mi única pasión, mi sanctasanctórum, y me he dedicado a él en cuerpo y alma”. Tal y como señala Itzhak Goldberg, “los dos acontecimientos que dejaron honda huella en Jawlensky se sitúan a medio camino entre el arte y la religión, lo cual ya indica la escasa distancia que para él separa estos dos ámbitos”.

Claves

La espiritualidad. En 1918, en Ascona (Suiza), Jawlensky vuelve al motivo que será, en realidad, el centro de toda su producción: la cara. Los Rostros del Salvador y poco después las Cabezas geométricas presentan una suerte de caras-óvalo con un aspecto geométrico cada vez más acentuado. En ellas aparece una serie de símbolos explícitos del más allá que ya se observaban en los retratos de 1911; se trata de una mancha situada en la frente, entre las cejas, similar al bindi de la religión budista. La precisión de las formas pone de relieve estas manchas, elementos libres dentro de composiciones prácticamente arquitectónicas. En Los Rostros del Salvador es a menudo un círculo blanco rodeado por una aureola amarilla que corresponde a la representación hinduista del sol, lo que constituye un indicio de iconografía cósmica. Hay numerosa documentación que da testimonio de la atracción que por aquel entonces sentían muchos artistas por el pensamiento oculto y las filosofías orientales.

La música le acompañó durante toda su vida y desempeñó un papel inspirador en muchas de sus fases creativas. Durante su juventud, mientras estudiaba en la escuela militar, asistió en Moscú a un concierto ofrecido por Antón Rubinstéin. La música de Schubert, Schumann, Chopin y las interpretaciones del propio compositor calaron profundamente en el joven. Entre 1908 y 1909, Kandinski experimentó, junto al compositor Thomas von Hartmann y Alexandr Sájarov, una forma propia de sinergia entre música, pintura y danza, experimentos que no debieron pasar desapercibidos a Jawlensky, pues muchas de las obras del pintor comenzaron por entonces a tener títulos relacionados con la música, señalando la correspondencia entre un color y un determinado sonido o acorde.

La serialización. Desde época muy temprana, Jawlensky encuentra una manera prácticamente fija de estructurar los motivos de sus composiciones. La yuxtaposición arbitraria de colores dispuestos en una superficie plana para representar formas en tres dimensiones mantiene una deuda con Henri Matisse, pero, sobre todo, con el modo en que el cubismo analítico indaga sobre el espacio pictórico. A partir de 1914, con las Variaciones, el pintor se afianza como artista «serial», aunque ese método de trabajo ya estaba presente en su obra anterior, con la incidencia en los mismos motivos una y otra vez, tanto en los retratos-cabezas como en sus naturalezas muertas. Sus Variaciones son prácticamente representaciones simultáneas de una escena, pues cada una de ellas es única.

Marianne von Werefkin (Tula, Imperio Ruso, 1860 – Ascona, Suiza, 1938). Jawlensky la conoció en 1891, cuando ambos estudiaban en San Petersburgo: “Nuestro encuentro cambió mi vida. Fui amigo de esta mujer, de esta inteligente e inmensamente talentosa mujer”, recordaría el artista años más tarde. En 1896 se trasladaron a Múnich. Mientras el pintor se dedicó por completo a desarrollar su carrera, Werefkin dejó de pintar para poder dedicar todo su tiempo a promover el desarrollo creativo de su compañero. Solo cuando el autor había alcanzado cierta notoriedad a través de su obra y había nacido ya, en 1902, su hijo Andréi –fruto de su relación con Helene Nesnakomov–, Werefkin comenzó a pintar de nuevo. Durante los años siguientes, y hasta su ruptura definitiva en 1921, la pareja trabajó unida.