Gonzalo Giner pertenece a esa interesante nómina de hombres y mujeres de ciencia que han sabido o saben crear páginas literarias de una calidad incuestionable. 

Unos lo han hecho desde los propios textos científicos, como es el caso del filósofo romano Lucrecio (s. I a. C.), del que se preguntaba Italo Calvino si al escribir De rerum natura (Sobre la naturaleza de las cosas) no estaría haciendo el poema de la materia, la poesía de lo invisible; veinte siglos después, tanto Erasmus Darwin, en El templo de la naturaleza, como su nieto, Charles Darwin, en Viaje alrededor del mundo de un naturalista, también conocido como El viaje del Beagle, en El origen de las especies y en El origen del hombre nos proporcionaron algunos maravillosos textos literarios; asimismo, es literatura, y de la mejor que se pueda encontrar, la contenida en las historias clínicas de Sigmund Freud o en la descripción de “los tres primeros minutos del Universo” que hace el premio Nobel Steven Weinberg. Y es que, como afirmaba Santiago Ramón y Cajal, el talento científico superior siempre tiene algo, cuando no mucho, de literario, al tiempo que se preguntaba: ¿Qué es, en definitiva, la ciencia, sino una poesía honda, clarividente, infinitamente ambiciosa?”.

Otros lo han hecho desde la literatura de creación o desde el ensayo y la biografía. La relación de personas de ciencia que, entregándose en cuerpo y alma al oficio de escribir, han dejado su huella inconfundible en las páginas de la literatura universal, es bastante extensa, y no son pocos los que, sin abandonar su quehacer científico, han contribuido a hacer la mejor literatura. Surgen así dos figuras: la del escritor científico y la del científico escritor que, si bien son fáciles de delimitar en algunos casos, en otros no lo son tanto. Uno y otro tipo aportan a la tarea literaria la base científica, el rigor metodológico, la capacidad de observación y ese plus de conocimiento del ser humano y del universo que llevan consigo el estudio y el ejercicio de la ciencia.

No es cuestión aquí de hacer una relación de personas de ciencia que hicieron de la literatura su verdadera profesión o de los que la ejercieron con apasionada vocación, sin dejar el ámbito de su práctica científica. Entre las profesiones sanitarias, la medicina ha sido la más prolífica en ambos sentidos. Basta con recordar entre los escritores médicos a Antón Chejov, William Carlos Williams, Antonio Lobo Antunes, Oliver Sacks o, entre los nuestros, a Pío Baroja, Felipe Trigo o Luis Martín Santos; entre los médicos escritores conviene no olvidar las páginas literarias debidas a Santiago Ramón y Cajal, Gregorio Marañón o Pedro Laín Entralgo. Y este fenómeno también se ha dado, aunque en menor medida, en la farmacia (recordemos los ejemplos de León Felipe y de Raúl Guerra Garrido) y en el campo de la veterinaria (baste citar el nombre de James Herriot, autor, entre otras obras, de Todas las criaturas grandes y pequeñas). 

Pues bien, este es el caso de Gonzalo Giner, autor que él mismo se encuadra entre los veterinarios escritores. Y es que, a lo largo de las dos últimas décadas, el madrileño, con raíces levantinas, ha construido una sólida trayectoria  (El sanador de caballos, Pacto de lealtad, Las ventanas del cielo… y, ahora, La bruma verde), sin dejar de practicar su profesión y sin dejar de sentirse en todo momento un verdadero albéitar. Oliver Sacks relata en el Tío Tungsteno que el poeta romántico Samuel Taylor Coleridge y el químico Humphry Davy, descubridor del potasio, llegaron a plantearse instalar juntos un laboratorio para hacer alquimia de los conocimientos que de la naturaleza tenía uno y de las palabras el otro. Leyendo la obra de Gonzalo Giner da la impresión de que ha encontrado los planos de ese soñado laboratorio y lo ha llevado a término: a lo largo de las páginas de sus libros uno encuentra el impresionante “santuario” de la naturaleza hecho con el destilado de las palabras más precisas.

Cuando se lee a Gonzalo Giner uno tiene la sensación de estar ante un auténtico tejedor de un género novelístico híbrido que participa de la novela histórica, la novela de aventuras y la novela fantástica, pero, al mismo tiempo, se percibe la intencionalidad del autor de romper las costuras de dichos géneros en la búsqueda de su propio camino. 

Según Ramón y Cajal, la literatura no es una simple copia de la realidad, sino que es la suma de experiencia y experimentación, y que, como sus cortes histológicos, “atraviesa las capas superficiales para penetrar hasta su mismo fondo” y poder mostrar las particularidades y pormenores de cada situación. Gonzalo Giner parece compartir el planteamiento del Nobel; de ahí su capacidad de expresión narrativa para bajar hasta el fondo de las cosas de la forma más sencilla posible y encontrar allí si no toda la verdad, sí la verosimilitud necesaria para convencer al lector. Por eso sus libros van precedidos de un intenso proceso de investigación y documentación sobre el que se construye el relato ficcional.

La obra

Lo primero que llama la atención de La bruma verde es lo acertado de su hermoso título, una referencia a esa bruma salida de las cascadas del río Congo que, por el efecto de la selva, tiñe el aire de verde, empapándolo todo “hasta meterse en las entrañas, en la respiración y hasta en los huesos” de quien la contempla. Y resulta acertada porque coincide plenamente con la historia que desarrolla, pues se trata de un thriller trepidante en el que el lector se ve involucrado como quien se desliza vertiginosamente por uno de los saltos o rápidos del río y no para de nadar y bracear hasta encontrar las aguas mansas. De la misma manera, desde que se sumerge en las páginas del libro, el lector no puede dejar de leer hasta el final. Es entonces cuando uno y otro pueden echar la vista atrás y contemplar en todo su esplendor la bruma verde que, además de numerosos peligros ocultos, encierra un mensaje de esperanza.

El libro tiene mucho de novela de nuestro tiempo, abordando dos de los principales problemas, íntimamente unidos, a los que se enfrenta la humanidad hoy en día y que amenazan su futuro como en ninguna otra etapa de la historia: la destrucción de una buena parte del planeta y las consecuencias del cambio climático que ya hemos comenzado a sufrir. 

Junto a ellos, o mejor dicho sobre ellos, se desarrolla la verdadera trama de aventura, en la que aparecen involucradas distintas fuerzas del mal (desde el narcotráfico colombiano hasta la mafia china, pasando por organizaciones empresariales europeas y americanas sin escrúpulos) y la propia CIA; paralelamente, el autor va construyendo un relato del amor en sus principales manifestaciones: el enamoramiento adolescente (Bineka, la niña salvada de la muerte por un grupo de primates), la relación amorosa entre dos personas maduras (Lola, la exitosa ejecutiva, y Colin, el cooperante), la amistad (Lola y Beatriz, cuya desaparición es el eje de la novela), la camaradería o el compañerismo (Luis, el veterinario del centro de Rehabilitación de Primates de Lwiro), el amor al prójimo (Keita, el doctor de Médicos sin fronteras) y el amor paterno-filial, con sus imponderables y contradicciones (Valentín, el autoritario padre de Beatriz, y Bernard, un sicario al servicio de Paul Vestraeten, un remedo empresarial del déspota Leopoldo II de Bélgica). 

De ellas, es posible que la historia de amor entre Lola y Colin sea la que más atrape la atención del lector; sin embargo es la relación de amistad entre Beatriz y Lola la que tiene una mayor fuerza emocional. En este sentido, Giner parece estar de acuerdo con uno de los autores que más han podido influir en su obra, Arturo Pérez Reverte: “La amistad es el vínculo solidario, cada vez más estrecho, que se va forjando entre dos naturalezas nobles cuando éstas se aproximan a causa de compartir imprevistos, afanes o aventuras”.  

La amistad no tiene el carácter posesivo del enamoramiento, ni la obligatoriedad en la consecución de unos objetivos comunes del compañerismo o la camaradería. En la amistad, la clave del vínculo es la sintonía que se experimenta junto a la persona amiga, la que brota de la identidad que se percibe en determinados aspectos de su pensar, de su sentir, de su proyectarse en la vida. Se trata de un compromiso personal, aceptado de forma libre y desinteresada, que se hace posible en la aceptación del otro y sobre los pilares de la benevolencia (querer el bien del otro), beneficencia (hacer el bien), benedicencia (decir bien del otro) y benefidencia (o confidencia). Pero, al mismo tiempo, la amistad hace que nos encontremos con nosotros mismos en la persona del otro. Es como si viéramos nuestro rostro reflejado en el espejo en que se convierte el amigo o la amiga para nosotros: “es como otro yo”. Y es que el amigo o la amiga hace realidad esas dimensiones soñadas para nosotros mismos, con más o menos posibilidad de ser alcanzadas, tal y como acaba por descubrir Lola tras su viaje a África en busca de Beatriz.

Además, y, sobre todo, La bruma verde es una mirada múltiple sobre África: la de la persona occidental que vive en su mundo confortable; la de los propios africanos que viven y sufren los desmanes; la de las multinacionales que explotan el territorio africano con la vista puesta únicamente en la cuenta de resultados (explotación de la madera, cultivos de soja y palma, obtención de marfil, uranio, diamantes… y del famoso coltán); la de los gobiernos de ciertos países desarrollados que, bajo el pretexto de “transformar en verde el tercer mundo” o de convertirlo en una “reserva futura de alimentos”, están destruyendo su masa forestal y poniendo en peligro sus turberas; la de los cooperantes y ONG, una mirada que resulta tan variada, como los fines de cada una de ellas: religiosos, sanitarios, ecologistas…, pero que, en cualquier caso, sus miembros se juegan la vida por causas que nos competen a todos, sabedores de que “lo importante no es lo que hagan los demás, sino lo que dejamos de hacer nosotros”, y, por último, la de los chimpancés, nuestros ancestros, verdaderos habitantes de la selva y sin los cuales es difícil explicarnos a nosotros mismos.

 

 

 

 

Finalmente, La bruma verde es un pequeño homenaje a la ciencia y a los científicos, que se hace presente a través de la primatología y de pioneras en su desarrollo como Jane Goodall o Dian Fossey. Al acabar de leerlo, uno tiene la sensación de que el libro oculta bajo sus seiscientas páginas una referencia velada a la conclusión que hizo el paleontólogo Louis Leaky tras conocer los trabajos de Jane Goodall: “seguramente, se debe redefinir al hombre”.

Gonzalo Giner llama la atención del lector acerca de los grandes desmanes que se están llevando a cabo para explotar la región del río Congo, un enorme territorio en el que, aparte de su belleza, existe una gran riqueza natural: la pobreza, la explotación infantil, la paupérrima situación sanitaria, la corrupción administrativa, la proliferación de mercenarios, la destrucción de grandes zonas selváticas, la caza furtiva… Estos abusos, que se vienen perpetuando desde la etapa de Leopoldo II y “su” Congo belga, no solo ponen en peligro esta región y a sus habitantes, sino al planeta entero. 

Forma

El libro se inicia con la siguiente frase: “Un día su abuelo le contó que solo los humanos podían hablar, escuchar, decidir y amar”. Y, a continuación, añade el autor: “Ella, con solo diez años, sorprendida ante tan curiosa afirmación, preguntó qué otra criatura sería capaz de hacer todo esto. El hombre, con una rama entre los dientes y la mirada perdida por la frondosa naturaleza que rodeaba su pequeña aldea, respondió que la selva”. Este planteamiento entronca con una parte de la literatura oriental que desde hace siglos nos ha transmitido que: “La mente duerme en la piedra, sueña en el vegetal, se despierta en el animal, imagina e inventa en el hombre”. Porque el árbol es algo y el animal alguien; porque la piedra y su silencio, y la hierba y su aroma están vivos. De la misma manera que hablamos de la personalidad de cada ser humano, podríamos hablar de la animalidad, la vegetalidad y la mineralidad como sus equivalentes en los demás seres naturales.

A continuación, el libro se distribuye en varias partes y más de setenta capítulos cortos, como si fueran la serie de fotogramas que componen las diferentes escenas de una película de cine (el libro tiene mucho de visual, de guion cinematográfico), que facilitan enormemente la lectura y permiten que al lector no se le vaya ninguno de los hilos de la trama. Hay pasajes que nos recuerdan a El corazón de las tinieblas (Joseph Conrad); los hay que nos llevan hasta Memorias de África (Karen Blixen) y Al oeste con la noche (Beryl Markham); también hay capítulos que nos hacen rememorar alguno de los grandes libros de la literatura de viajes, sobre todo los de autores como Peter Matthiessen, Ryszard Kapuściński o nuestro Javier Reverte, con quien Giner comparte la idea de que “quien visita África por un cierto tiempo ya no es el mismo”, porque el continente africano tiene la capacidad de robarte el alma y, salvo que seas un auténtico desalmado, como Maxime de Mos o algún otro personaje de la novela excesivamente cargado de dark factor (el recóndito corazón de la maldad humana, que arrebata escrúpulos morales, éticos y sociales a los hombres), “recibes un poder transformador tan formidable que dejas de mirarte el ombligo para empezar a mirar el de los demás”. Finalmente, hay páginas en las que es imposible no rememorar El Libro de la selva, de Ruydard Kipling y, de pasada, otras varias leyendas que se han venido transmitiendo de generación en generación acerca de niños criados por animales. El libro se cierra con un final inesperado, en el que se hace explícito el canto a la conservación de la naturaleza que subyace a lo largo del mismo. 

El epílogo, con su añadido de la “nota del autor”, supone todo un alegato ecologista y una llamada de atención a la urgente necesidad (ya resulta inaplazable) de poner en marcha de manera mucho más contundente acciones coordinadas entre todos los países en la defensa del medioambiente: “la enorme deforestación que está sufriendo el país para transformar sus riquísimos y ancestrales bosques en productivos cultivos de soja o palma no aparece en las noticias, como sí lo hace la peligrosa agresión a la selva amazónica. Pero las cifras que se están barajando son mareantes. Greenpeace y otras ONG llevan años estudiando y denunciando sobre el terreno los desmanes medioambientales que se está produciendo en este paraíso verde; desastre del que me he querido hacer eco en esta novela. Animo a los lectores a investigar lo que está pasando en uno de los últimos paraísos del planeta, y en especial del riesgo que puede suponer para el clima mundial que se empiecen a remover los inmensos depósitos de turba que posee (…). La turba ejerce una doble protección del planeta; secuestra millones de toneladas de CO2 en su superficie, y oculta otra enorme cantidad, muy superior incluso, bajo ella”.