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El cuerpo como herencia cultural: The Common Ground

The Common Ground es un sexteto de danza en el que se trabaja la relación entre lo diverso (diversidad) y lo común (comunidad) con una coreografía que evoca dimensiones fantásticas, pasando por lo monstruoso y lo mítico. El elenco cuenta con cuatro personas migrantes y dos españolas, cada una de ellas con una herencia cultural específica y con trayectorias artísticas multiculturales; con una vivencia encarnada, en sus identidades y en sus cuerpos, del cruce de linajes culturales.

The Common Ground.

The Common Ground.

Juntos protagonizan una pieza que explora el concepto de identidad y también el de otredad. Una otredad muchas veces materializada en la idea de «monstruo», aplicada a todo aquello que excede los límites y desafía la norma.

Uno de los nombres más respetados de la danza contemporánea, Lima explora de hecho en casi todo su trabajo coreográfico el tema de la identidad. En sus piezas se acerca a esta cuestión a través del cuerpo y la memoria, por ejemplo abordando cuestiones de género (como en Cuerpo-Trapo o Las cosas en la distancia), el tema de la edad y el paso del tiempo (como en Aquí, siempre) o también en lo que tiene que ver con una estructura que se repite pero que nunca es la misma (como en Las cosas se mueven pero no dicen nada).

Si en Oro negro se sumergía en el linaje de su familia, en The Common Ground pone el foco en la otredad, en la percepción mostruosa que a veces tenemos de los otros y en cómo nuestros cuerpos están habitados, en cierto modo, por los fantasmas de todo lo que nos ha precedido.

Todo es constante cambio, todo es transformación. Convivimos en ese movimiento

Una de las suertes de escribir sobre Artes Escénicas es poder conocer los procesos de creación de piezas que están por nacer, pudiendo fotografiar, con mi mirada y a través de las palabras, esa vitalidad con la que se está dando a luz. Poliana Lima y su equipo nos han invitado a uno de sus últimos ensayos, ya sin cortes ni pausas. La cita es en el teatro del Conde Duque. Llego, perdiéndome por sus pasillos y escaleras, que ya anuncian el carácter monstruoso y escheriano de la obra que voy a presenciar.

Encuentro la puerta del teatro, la abro y ante mí un silencio sacro, el de la ficción. El patio de butacas está vacío, al igual que el escenario. De fondo se oye el susurro de las técnicas de iluminación y sonido, poniendo a punto su trabajo. Adivino la butaca en la que he de sentarme, pudiendo ser cualquiera. Para mí ya esto es espectáculo, acontecimiento digno de observar.

-«¡Unas tijeras! ¡Necesitamos unas tijeras!», grita Poliana apareciendo entre bambalinas.

-«¿Quién está ahí sentado? ¿Arturo?». Sí. «Hola querido, arrancamos en un minuto».

Sale el elenco a escena, estirando y calentando el cuerpo, con los nervios perceptibles de quien está en construcción de un nuevo relato. Indicaciones e ideas a gritos: «La música empieza, pero nosotras no salimos hasta el 1:45. Necesitaremos una marca para ello», avisa Lima. «¡Perfecto! Vuestra señal, entonces, será cuando echemos el humo», resuelve una de las técnicas desde la cabina. «¡Va, empezamos!».

Y tanto que empiezan. Ante mí comienza la transformación.

The Common Ground. Foto: © Luis Domingo.

Lo que era un equipo de seis intérpretes pasa a ser una colección dispar de seres escapados del imaginario de un carnaval lisérgico. La versión queer de La parada de los monstruos en mi mismo espacio. Todo es diferente entre ellas, cada cual con su movimiento no humano, con su cara que deja de ser suya a ratos, con sus cuerpos en una metamorfosis constante.

Todo ha pasado a ser un circo y no sé si he caído en una película de dibujos de los años 80. ¡Qué divertido todo! ¿Todo? Me doy cuenta que yo sigo siendo yo, sentado en mi butaca elegida, riendo con mi risa de siempre. ¿Quién soy en todo esto? Uno de esos seres que baila ante mí, encerrado en el escenario, revela la jaula en la que se encuentran. Palma la cuarta pared como quien pide, desde detrás de un cristal, ser rescatado. ¿Sentirán lo mismo los condenados a muerte cuando la sentencia se cumple, también con su propio público? Ahí está la diferencia, aquí estoy yo.

Empiezo a envidiar sus brillos, sus pasos, su forma de estar juntas. La envidia pasa a ser mímesis y mi cuerpo vibra en la butaca. La música no ha dejado de sonar, en un in crescendo constante. El carnaval es evidente, y suena a Brasil, a tierra golpeada, a tambores, a la España cañí, a risa enlatada y radios de todo el mundo. Si el fin último de las Artes Escénicas es llevar a la catarsis, The Common Ground es el ejemplo perfecto.

Todo termina. La música se detiene. Mi cuerpo sigue vibrando. Las raras del escenario se aquietan. El teatro queda a oscuras. La voz de Poliana vuelve de nuevo de entre las sombras, que lo llenan todo. Se enciende la luz del patio de butacas. En el escenario vuelvo a ver a las seis intérpretes, empapadas en sudor, como si hubieran logrado salir de una ola inmensa que las arrastraba mar adentro.

No puedo no aplaudir.

– «Me visto y estoy contigo, Arturo», dice Lima. Aparece al rato siendo otra.

Hablamos en la primera fila de butacas, mientras prueban luces y recogen.

¿Qué es un cuerpo?

Supuestamente es algo que tiene una unidad. La gente, cuando se imagina un cuerpo, se imagina algo cerrado por una membrana, por un perímetro, o se define como un conjunto de cosas que son similares. Hay una idea de unidad, pero yo no pienso el cuerpo como unidad, lo pienso como una espacialidad. No creo que exista el cuerpo y el espacio, creo en el cuerpo como un espacio, y también lo pienso como apertura. ¿Qué es Poliana? ¿Qué es el cuerpo de Poliana si no también todos los contactos que tiene? Sé lo que soy porque estoy cercada por otros, de objetos, de lo que amo a otra persona. Toda la circulación de información me transforma constantemente. No siento que haya nada que me pertenezca, todo es un constante flujo. No es que yo sienta así todo el rato, pero mi intuición, hacia donde quiero llevar las piezas, es a este lugar. De hecho, en The Common Ground está constantemente esta perspectiva: el material se traslada, pasa de uno a otro. Hay una información que viaja entre cuerpos.

– ¿Qué es la escena para usted?

Un lugar para compartir. Yo lo aprovecho para que sea un espacio de transformación y ritual, para quienes estamos bailando y para el público.

– ¿Y un cuerpo en escena?

Algo que se transforma. Estoy interesada en ver un cuerpo realmente vivo, que responde a lo que pasa a tiempo real, aunque esté marcado. Cuando estás en escena tienes que responder, tienes que actualizar tu escucha, tus pautas, y eso se hace con la presencia. Y presencia para mí es descubrir que lo único que hay es transformación.

– ¿Qué es bailar?

Te voy a responder en todo lo mismo [risas]: Para mí es el arte de la transformación. No pienso la danza como un código cerrado, como un conjunto de pasos. Hay danzas de cada tiempo, de cada cultura, pero nada ni nadie es dueña de la danza. El código no es la danza, los códigos no son la cosa, la cosa extrapola a la danza. Siento que la danza es el arte del movimiento. Nos movemos todo el rato con objetivos, pero pienso que cuando el movimiento pierde el propósito se convierte en un arte. Si deja de tener objetivo deja de tener futuro. Punto A que va al punto B, y cuando pierde el objetivo (ese punto B) pierde la utilidad y recae sobre sí mismo. Es como descubrirse siendo, disfrutar del hecho de moverse sin tener que alcanzar algo.

– ¿Qué función cree que tiene lo fantástico, lo monstruoso y lo mítico en la realidad que hoy habitamos?

Lo monstruoso nace respecto a un código determinado. Cada cultura determina su código, cada lugar genera los límites de lo que considera que es lo bonito, lo verdadero, lo bueno. Todo lo que excede este límite, si no está dentro de este marco, no está en la belleza. Y dependiendo de la distancia puedes caer en la escala de lo monstruoso, siendo una diferencia indeseable y criticable. Para mí, en Oro Negro y en esta nueva pieza, mi invitación es preguntarnos ¿cuál es esa característica que, por código, también me niego aún sabiendo que la tengo?, ¿qué pasa si la abrazamos, si nos apropiamos y gozamos con ello? Porque ahí el límite empieza a ser nuestro, y es muy liberador. Esto le digo a las intérpretes, y siento que las piezas pueden tener un efecto similar en el público, desde este lugar, desde «mira lo que podemos hacer asumiendo nuestra infinitud, nuestra vulnerabilidad, nuestros fallos, nuestro error». Creo que lo monstruoso viene marcado por un «todos y todas somos monstruosos». Este valor no lo busqué, me apareció en Oro Negro y lo acepté, para hacerme dueña de esta característica. La sensación es la de hacernos dueñas y señoras de esto en escena, no hay nada que pueda conmigo. Y no es una sensación de superioridad, es de asentamiento, y pienso que reconocer lo monstruoso da esta virtud. De ahí surge el elemento fantástico, pudiendo convertirte en cualquier cosa. Cuando habitas este lugar estás de verdad relajado, porque la mirada del otro ya no puede contigo.

– Hay una invitación a la revolución en todo lo que dice, en lo que muestra, una llamada a la acción desde la belleza de lo incómodo.

Hago un llamamiento a darse el permiso de ser y estar, que tiene que ver con el juego y la fantasía. También en la pieza está algo que hemos hablado todo el rato: lo sagrado es lo profano y viceversa. La pieza, aunque parezca que hay cosas graciosas, elementos naif, otras más graves…, está hecha desde un lugar de devoción, no es cínica. El deseo es apuntar a una transformación y a un empoderamiento del sujeto. Pero no del sujeto para que se haga más sujeto, sino para dejar de serlo, y poder ser de verdad, estando en conexión real con todo lo que pasa alrededor y no ser tu propia representación, pasar a ser apertura, poder convertirse en flujo de movimiento. Eso para mí es un ritual: convertir tu cuerpo en una apertura. En este sentido este trabajo está hecho desde la devoción. O por lo menos desde un deseo de devoción, a lo mejor no lo he logrado con esta pieza. No importa, pero ese es el lugar a donde apunto. Para mí, la devoción y hablar de Dios está tanto en rezar a un no sé quien de la misma manera que está en mi culo. Dios está en mis tetas y en mi lengua y en el juego de palmas y en el suelo, y en mis fluidos. O está en todo o no está en ninguna parte.

– ¿Qué es la otredad en un mundo globalizado y mestizo?

La otredad existe, a mi pesar. Lo veo cuando la policía para más a Malvin (otro de los intérpretes) que a mí por ser racializado, aunque seamos los dos migrantes, pero yo soy blanca. ¿La otredad para quién? Esa es la cuestión.

La premisa apolítica (aunque lo político no es el objetivo de la pieza, sino cruzarlo, atravesar lo político) tiene que ver con que la diferencia no ha de ser una excusa para el poder. En una comunidad, para mí, no hay cuerpos diversos, hay cuerpos reales. La sociedad es real, pero los que tienen los recursos y el tiempo son sólo un tipo de cuerpos, y ahí aparece la otredad. La otredad no está fundada en una realidad, es una excusa para el mantenimiento de unos privilegios. Y sí existe, en el sentido de que soy una mujer blanca que, mientras no escuchen mi acento, no vive situaciones de xenofobia. Ya las he vivido. Sí pasa con Malvin, y con Darío y con Marina, les para la policía, no les dan el trabajo, etc. Ahí está la otredad, una etiqueta que es operativa en el mundo, pero que en realidad no está en las cosas. Es un sistema social.

– ¿Qué le gustaría que fuera comunidad?

Me gustaría que la comunidad fuera esto que hacemos, en el sentido de que gozamos. Cada uno llega a donde puede con lo que tiene, con el respeto de que cada uno es como es y desde ahí compartimos el espacio, en el que hay de todo (alegría, espanto). Todos estamos en el fango. Preferiría que la gente no se matara.

– ¿Qué se puede hacer desde la escena para combatir ese poder que nos separa?

Creo que, como artistas, lo que uno tiene que hacer es asumirse profundamente y poner su voz. Porque si no te asumes, si no es tu voz, si estás intentando ser otra cosa, entonces tu voz no tiene eficiencia, no tiene alcance. Se siente mucho cuando una persona está haciendo lo que le pertenece de corazón, y eso es siempre transformador. Yo siento que hay que combatir desde ahí, desde una mutación profunda. Claro que el arte puede ir a lo político, pero yo siento que puede alcanzar un sitio mucho más profundo, que es el lugar de lo mítico. Es alquimia, convertir la mierda en oro.

– ¿Qué puede compartir de lo que ha aprendido sobre las identidades en sus años de exploración?

Me hago tantas preguntas sobre la identidad porque justamente nunca he sido capaz de definir una. Creo que la identidad es un constructo que tiene una funcionalidad para hacer cosas en el mundo, pero no creo que sea algo real. Creo que somos un flujo. Soy una persona contigo aquí y soy otra cosa con los bailarines, he sido una persona hace veinte años, seré otra en diez.

Una de las cosas que me gusta de la danza es que, si estoy presente en cada instante de mi movimiento, en una hora de pieza he sido muchísimas cosas sin nombre. Claro, podría darme un nombre que me defina: he sido una piedra, un coche, una otra persona, un conejo… Pero no me aparecen nombres, como si el espacio fuera una red llena de nudos. Solo densidades, tempos, ritmos. Eso es como yo percibo, este es mi lenguaje, un lugar muy cercano a mi sentir.

– ¿Cómo le gustaría que entrase el público a la pieza?

Desde su inocencia más profunda para que salga transformado. Aunque se sienta ofendido al terminar, pero eso ya es una diferencia a cómo entró.

– ¿Cómo espera que salga?

Diferente. Con más preguntas que con las que entró, aunque sea con una emoción negativa. Ya es hora. Que, aunque sea años más tarde, cuando ya ni se acuerde del nombre de la pieza, sienta que le llegó al corazón. No en el sentido vanidoso, sino en el transformador.

– ¿Qué es el público para usted?

Quien permite que el ritual ocurra. Sin esta fuerza, sin esta presión, no hay acto. El público es el fuego que hace que la cosa se funda. Es la mirada necesaria. Nosotras somos un espejo para el público, no un selfie.

– ¿Una frase?

Se la digo al equipo muy a menudo: «Tal y como eres ahora eres más que suficiente. ¡No solo suficiente! Tal y como eres ahora eres un rey o una reina». En el sentido profundo de ser un rey o una reina, que no es que estemos por encima de nadie. Es descubrir que no nos falta nada.

– ¿Una canción?

Jorge da Capadócia, de Jorge Ben Jor. Es un himno para mí, un rezo al más puro estilo brasileño.


Salgo del teatro con la cabeza llena de sonidos y colores. Por uno de los pasillos me encuentro con Darío Sigco, uno de los intérpretes. Me he quedado con hambre de saber más, con la identidad y la comunidad hecha un bestiario en mí.

Le pregunto a Sigco.

The Common Ground. Foto: © Luis Domingo.

– ¿Qué es la identidad y cómo la ha encarado y trabajado para esta pieza?

Es algo que está en constante movimiento. No soy nada y soy todo, las cosas que me conforman también están en movimiento y no son fijas, entender eso me da mucha libertad. No es fácil. Ser una persona racializada, con acento castizo, con una mirada sobre las cosas muy occidentalizada, con un entorno social blanco y un gusto especial por la historia del arte europeo me genera una contradicción emocional que me conforma como lo que soy, un mix de cosas, una mezcla. Cada vez siento menos culpa y me da igual lo que piense el resto. En algún lugar leí algo así como que lo original siempre es la mezcla de algo. Mi identidad es una mezcla de mis padres, de mis amigas, de mi pareja, de mis trabajos, de lo que leo y de lo que escucho. Siento (con el cuerpo) que cuanta más atención presto al contexto mi identidad florece mejor. Diría esto: para esta pieza he tenido que entrenar la atención.

– ¿Dónde está la comunidad en la obra y cómo la han trabajado?

Está en ponerse en el lugar del otro y comprender de manera profunda que la igualdad no es el objetivo. El objetivo es aceptarnos tal y como somos, con nuestras (dis) capacidades y ofrecer espacios donde cada uno pueda potenciar lo que le de la gana, sin juicio, con amor. La mierda es el estrés capitalista que nos impulsa a querer las cosas de manera inmediata, queremos comprender al otro lo más rápido posible porque no tenemos tiempo para escuchar. Digamos que Poliana aplica su filosofía de comunidad desde el primer momento en que te llama de manera personal y te escoge para su pieza por ser quien eres, pone en valor tu forma y te impulsa a darlo todo desde ahí. No quiere iguales, quiere gente empoderada de su avatar.

– ¿Cómo espera salir de The Common Ground?

Con más trabajos como intérprete. Siento que este proyecto ha despertado de nuevo en mí el deseo de exponer el cuerpo y gozar.


Tal vez estemos ante una de las mejores propuestas escénicas de la temporada, tal vez tengamos que estar atentos a lo que pase con The Common Ground, que estará girando por España después de su paso por Madrid.