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Francisco Bores regresa a la Residencia

La retrospectiva, comisariada por Genoveva Tusell, incluye más de un centenar de obras entre óleos, dibujos y grabados, acompañadas de las de otros artistas que coincidieron con él en la vanguardia madrileña, como Benjamín Palencia, Alberto Sánchez, Roberto Fernández Balbuena, José Moreno Villa o Gabriel García Maroto.

Para una ocasión tan especial se ha contado con la colaboración de instituciones como el Museo Reina Sofía, el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid o la Biblioteca Nacional de España, así como con colecciones particulares y los fondos de la propia Residencia, que atesora una amplia colección de dibujos, grabados e ilustraciones de su primera época.

Una gran ocasión para revisar la producción de uno de los artistas más destacados de la pintura española contemporánea a través de obras que raramente están a disposición del público.

En la Edad de Plata

«Empecé a colaborar en las modestas revistas del movimiento ultraísta, que fue origen de casi todas las experiencias poéticas en España entre 1920-1930. Sentía yo en aquel momento una acuciante necesidad de renovación y, por fin, convencido de que había que romper por algún lado, decidí marcharme a París».

(Francisco Bores, Propos de l’artiste, 1957)

Durante su juventud, Francisco Bores encontró su lugar en el rico entorno de la Edad de Plata de la cultura española, tan ligada a la Residencia de Estudiantes, que fue espacio de encuentro de artistas e intelectuales. A finales de 1925 abandonó Madrid y se instaló en Francia, donde residió la mayor parte de su vida y se convirtió en una de las figuras principales de la denominada Escuela de París.

Juan Manuel Bonet considera a Bores «el más característico de los pintores del que podríamos llamar el 27 parisino», fue el más influyente y el que alcanzó más tempranamente relevancia y prestigio en la escena internacional. Si desde 1922 su obra se vio involucrada en la renovación vanguardista del Madrid de entonces, donde participó en la Exposición de la Sociedad de Artistas Ibéricos de 1925, desde su traslado a París en el verano de ese año se incorporó, progresiva pero intensamente, a la escena artística de la capital francesa, donde su obra fue ganando en excelencia hasta convertirse en un clásico de nuestro arte contemporáneo, como había anunciado Juan Ramón Jiménez en El Sol ya en 1931: «Si une y funde, al fin, el eterno impresionismo con el cubismo eterno, será […] luz eterna, permanente, clásica».