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Hay un Bowie para todos

Hay más posibilidades de acertar si nos ceñimos a su edad de oro. Bowie alcanza el cielo en los setenta con Hunky Dory (1971) y ya no abandona el estado de gracia hasta que la década cambia de dígito con Ashes to ashes (1980). Esa es su gloria y su condena. Cualquier cosa que hizo después –e hizo mucho bueno– debía medirse con esa década prodigiosa en la que tocó tantos palos y todos tan bien.

Esa fortaleza, la de mutar tantas veces y siempre de forma tan brillante, es la que lleva a los quisquillosos a calificarle de infatigable y descarado copión, siempre dispuesto a apropiarse de la última tendencia molona en fase embrionaria. Nunca llegó a apagar del todo ese radar para detectar, engullir y hacer suyo lo mejor de la escena musical: de Dylan y la Velvet Underground al rapero de moda Kendrick Lamar. Un radar que iba más allá de la música: cuando vio la tremenda portada que el artista belga Guy Peellaert le hizo a los Rolling Stones para su disco It’s only rock ‘n’ roll (1974) le faltó tiempo para pedir una aún más impactante para su Diamonds dogs (1974).

La danza, la moda, la pintura, el teatro, el cine… Hay un Bowie superdotado para picar de los sitios más diversos y seguir siendo él. Hay un Bowie agradecido que reconoce, difunde y ayuda al talento ajeno y si no, que se lo pregunten a Iggy Pop o Scott Walker. Una esponja sí pero también una referencia, un modelo, un ejemplo. No hay espacio –ni siquiera en internet– para enumerar la relación completa de artistas valiosos de los últimos cuarenta años que también han tomado prestado algo o todo del autor de Heroes (1977), o que han declarado abiertamente su deuda con él. Y si no, que se lo pregunten a Pixies y The Cure.

Esa pluralidad, ese eclecticismo marca de la casa, ese beber de tantas fuentes es el que permite una excursión tan variada para convencerte de que hay un Bowie que te gusta aunque no lo sepas.

Supongamos que lo que te priva es el hard rock; no hace falta acudir a los discos que grabó con Tin Machine (1989-1991). Mucho antes, apenas habían concluido los años sesenta, despachó un plástico tan rocoso como The man who sold the world, que muchos años después no pasó desapercibido a Nirvana. Aquel vinilo de portada afeminada y letras sobre la locura (su hermanastro tenía serios problemas de salud mental) contenían temas como She shook me cold que harían las delicias de un seguidor de Black Sabbath. O el mismo tema que da título al disco.

 

Pero si eres de gustos más conservadores y lo que te va es el pop, entonces tu disco es Hunky Dory. Allí están los homenajes a sus ídolos (Warhol, Dylan), dedicatorias al hijo recién nacido y dos hitazos, las archiconocidas Life on mars y Changes que acabaremos odiando como sigan ilustrando anuncios y más anuncios de la tele. Ch-ch-ch-ch-Changes…

Ahora bien, si en tu fuero interno te sientes el rey del glam –con tacón de aguja, los ojos pintados, dos kilos de rímel, etc–, entonces debes poner en el tocadiscos (vale también el iPod, Spotify o el equipo del coche), y siempre al máximo volumen, como se indica en su contraportada, The rise and fall of Ziggy Stardust and the spiders from mars (1972) una y otra vez hasta quemarlo. No cansa. Bowie y sus arañas de marte, más teatrales que nunca, grabaron uno de esos elepés que provocan epifanías entre cantantes de todo pelaje y “te cambian la vida”. De la misma familia que el Born to run de Springteen o el London calling de The Clash.

 

Puede ser que la cosa melodramática no sea lo tuyo y lo que te encandila son esos riffs guitarreros a lo Keith Richards. No temas: Bowie atesora unos cuantos que no desentonan al lado de las creaciones del guitarrista stoniano. Jean Genie, del Aladdin Sane (1973), es una opción; otra incontestable es Rebel, rebel del Diamond dogs (1974).

 

Ni rockero ni popero, lo tuyo es el soul, la música del alma. La voz en primer plano subiendo y bajando, el saxo desatado y los coros ganando protagonismo. Young americans (1975), disco y canción, deberían gustarte.

 

Disfrutas con la música negra pero aún mejor si te hace mover el esqueleto. Quieres música disco, más bailable. Pues bailemos, Let`s dance (1983). Bowie sabe lo que se hace y pone a los mandos de la guitarra y la producción a Nile Rodgers, mago de la música dance e integrante de Chic. Es Bowie en los ochenta aguantando el tirón de Madonna, Prince o Michael Jackson y poniendo de los nervios a sus fans de los setenta.

 

La anterior te parece música superficial. Prefieres algo más vanguardista. Lo tuyo es la trilogía berlinesa, la etapa electrónica, más atmosférica, la más experimental. Son los discos con Brian Eno: Heroes, Low y Lodger. Piezas tan graves que llegan a servir de inspiración a músicos como el compositor minimalista Philip Glass. Es el Bowie más celebrado por la crítica más exigente. Menos accesible que nunca, incluso en ese terreno su poderoso aliento melódico acaba aflorando para legarnos himnos como Heroes o esa joyita del Low que es Sound and vision.

 

No es que se acaben las opciones (ahí está la chanson versión Jacques Brel bajo la influencia de Scott Walker o el drum and bass que ensaya en Earthling a finales de los noventa), pero si ninguno de estos Bowies te sienta bien, a lo mejor es que necesitas escucharle en compañía de otros: por ejemplo, componiendo la música, haciendo los coros y tocando el piano en alguno de los clásicos de Iggy Pop, como el Lust for life, o cantando con Queen bajo presión.

 

También puede pasar justamente lo contrario; que te encajen sin problema todos los Bowies posibles como le sucede al arriba firmante: que los discos malos te parezcan interesantes, que te ilusione verle en una película por pequeño que sea su papel y por floja que sea la cinta, que te den ganas de recortar todas sus fotos, que admires al mismo tiempo su evolución capilar y el férreo control y la maestría absoluta con que ha dirigido su obra hasta el último momento; incluso que le pongas a tu perro de nombre The rise and fall of Ziggy Stardust and the spiders from mars, aunque luego –cuando se han ido la visitas- le llames simplemente Ziggy.