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Dichas y desdichas de Ataúlfo Argenta

El próximo 21 de enero se cumplirán sesenta años de un fallecimiento cuyas circunstancias han estado silenciadas todo este tiempo. La biografía del músico que ha escrito Ana Arambarri comienza y concluye con aquella madrugada de nieve, en el chalet que Argenta se estaba haciendo en la sierra norte de Madrid. Se había escapado allí con una alumna suya, la pianista francesa Sylvie Mercier, veinte años menor que él, aprovechando que su esposa había viajado a Alemania a operarse de la espalda. Hacía tanto frío en el interior de la casa que aquella idea para entrar en calor debió de parecerles la mejor: mientras la chimenea cumplía su objetivo y caldeaba la vivienda, ellos esperarían en el garaje, pegados el uno al otro y con el motor del coche encendido, un Austin A90 Six. El sueño se apoderó pronto de ambos pero solo ella se despertó.

Para la semblanza definitiva del maestro Argenta (1913-1958), Arambarri ha contado con el testimonio de Sylvie Mercier. No ha sido la única oportunidad buscada y bien aprovechada por la autora: también ha dispuesto del centenar largo de cartas que Argenta envío a su mujer, Juana Pallares, a lo largo de casi tres décadas, mientras sobrevivía primero como soldado –fruto del azar– en el bando nacional, se formaba después como músico en la Alemania dominada por los nazis y conseguía al fin recorrer Europa como director de orquesta respetado y elogiado por los más grandes.

Correspondencia

La madre de Arambarri fue alumna de Argenta y ella misma conoció bien a la viuda. La correspondencia, sobre la cual se articula la mayor parte del volumen, es transparente: en ella están las contradicciones del maestro, sus “dichas y desdichas, sus aventuras y desventuras, sus traiciones y alianzas, sus éxitos y fracasos” pero sobre todo en esos escritos se destila una apasionada historia de amor, cariño y supervivencia, contaminada siempre de música, de estudios, ensayos y recitales. “Todo en él era música. Una personalidad similar a su modo de interpretarla”.

El padre, jefe del ferrocarril de la estación de Castro Urdiales, fue el primero en advertir que las condiciones excepcionales del hijo para el piano, el solfeo y el violín merecían la excursión a Madrid sin billete de vuelta. En la capital no tardaría en conocer y enamorarse de Juana, la madre de sus cinco hijos, uno de ellos el popular y añorado Fernando Argenta. Aunque nunca se pronunció políticamente de forma expresa, se pasó media vida dando explicaciones por sus vínculos con la República; por haber, por ejemplo, sido director de la Orquesta Proletaria de Madrid, en cuyo repertorio figuraba entre otros temas La Internacional o alguna canción con letra de Rafael Alberti. Pero aquel era el mismo Ataúlfo que en el 36 había decidido inscribirse en los sindicatos católicos, indignado con el incendio provocado en la Parroquia de San Luis, en la calle Montera. Un talante liberal, uno de esos temperamentos alérgicos a las camarillas que acaba despertando recelos en todos los bandos, probablemente un buen representante de lo que se ha llamado después la tercera España.

Del piano a la batuta

Atrapado en Segovia en plena guerra, invierte buena parte del tiempo en escribir a su amada. Son cartas que a medida que avanza la contienda se van tornando más angustiosas hasta producir verdadera congoja, incluso a sabiendas de que aquel episodio acabaría bien para la pareja. Son los años en los que la enfermedad pulmonar se instala en su frágil organismo para condicionar el resto de sus días. Tras la guerra, como era norma en tiempo de depuraciones, tuvo que demostrar su inocencia y hacer frente a las denuncias que nacían del rencor y la envidia. Arambarri, al tiempo que va dando cuenta de la peripecia personal y profesional de Argenta, retrata la triste España musical de la época, la que ve partir a Manuel de Falla para no regresar jamás y la que ve volver a Joaquín Rodrigo.

En los primeros años cuarenta el pianista Argenta empieza a tener los días contados y poco a poco cede el paso al Argenta director de orquesta que le proporcionará la gloria. A partir de 1946 ya solo tocaría en contadas ocasiones. En ello pudo influir la mala salud: parece que golpear el teclado de forma arrebatada le perjudicaba más que subirse al podio para gobernar la orquesta, incluso para un conductor como él que fue todo “fuego y vehemencia” a la hora de exprimir hasta la última gota de sentimiento escrita en la partitura.

Genio y figura

Frente al parque del Retiro, en el 22 de la calle Alfonso XII, una placa recuerda desde hace unos años que en esa casa vivió, entre 1953 y 1958, el director de la Orquesta Nacional y “genial intérprete de los autores románticos y de la música española del siglo XX”. Cierto es que llegó a ser un especialista capaz de medirse con los alemanes si el compositor era Beethoven, Chopin, Schumann o Brahms; y que no hubo durante unos años mejor embajador en el mundo para los Falla, Albéniz, Granados o Turina. Sin embargo, el mapa de sus inquietudes iba más allá e incluía desde las zarzuelas más populares de Chapí, Chueca, Breton o Amadeo Vives a las piezas de Béla Bartók, Britten, Stravinsky, Berg, incluso Schönberg. De estos últimos sucedía a veces que el público abucheaba alguna obra y la respuesta de Argenta solía ser entonces, al final del concierto, regalar de propina la obra protestada.

En su legado es obligatorio citar también la confianza que depositó en los jóvenes valores de entonces, el guitarrista Narciso Yepes o los pianistas Joaquín Achúcarro y Alicia de Larrocha, y voces, seguramente las mejores que este país ha tenido nunca, las de Teresa Berganza, Pilar Lorengar, Ana María Iriarte o Victoria de los Ángeles.

El elemento femenino

Arambarri cuenta en su libro que en una ocasión, en la recepción de un hotel, informaron a su esposa Juanita que Monsieur Argenta había dado orden de que no se le molestara porque estaba con Madame Argenta. “Pues ya puede avisar para que se marche. Madame Argenta soy yo”, respondió una esposa a menudo resignada ante el éxito de su marido con el sexo opuesto. Desde el inicio de la relación y de forma recurrente, Ataúlfo trató en sus cartas de neutralizar suspicacias: “No sé por qué has de pensar que todo mi trato con el elemento femenino es para meternos entre las sábanas”. Se quisieron con locura y forjaron una relación de enorme complicidad alimentada en buena medida por el amor a la música.

La biografía de Arambarri es una fantástica puerta de entrada a la vida y obra de un director obsesionado con la perfección, que puso todas sus energías en entender a fondo y extraer el espíritu último de cada pieza que dirigió. Su independencia le permitió navegar con solvencia sobre una sucesión de olas temibles marcadas por la delación, las intrigas y las mezquindades de la época. Su magnetismo sedujo a los músicos que guiaba y al público que le escuchaba. Su capacidad de comunicación fue su gran baza y la supo jugar en todo momento. Por esas cosas del destino la música quedó interrumpida de forma prematura pero cuanto hizo antes de tan abrupto final sigue presente más de medio siglo después.

Ataulfo Argenta Musica interrumpidaAtaúlfo Argenta. Música interrumpida
Ana Arambarri
Galaxia Gutenberg
544 p
24,90 euros