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Cuando Patti Smith era una niña (I)

Después de tratar de entender cómo alguien puede acordarse con tal nivel de detalle de una amistad que se inicia con un encontronazo fortuito en la calle, cuando Robert la rescata de una mala cita, y se alarga durante más de dos décadas, se descubre que hay muchos tipos de relación. De hecho, en más de una ocasión parece que se relata un vínculo de naturaleza casi parasitaria.

Uno observaba a la otra y la otra observaba al uno. Después, Patti decide arrebañar su versión de la historia y hacerla pública, –una vez superada la muerte de Robert–, y haciendo honor (parece) a una historia que estuvo construida, primero, desde la precariedad de dos jóvenes que llegan con apenas veinte años al duro Nueva York de los 60 y, segundo, desde la necesidad más profunda de crear arte por encima de todo. De crear su obra, que es de lo que hablan todo el tiempo. De la que crean, de la quieren crear, de la que esperan crear, de la que quieren que sea reconocida o de la que necesitan armar en conjunto.

Por uno u otro lado, Smith logra recomponer el dolor de la pérdida de una de las personas más importantes de su vida para dar la relevancia pública e internacional que no sabemos si su amigo llegó a conseguir en vida. Durante hojas y hojas encandila con esa prosa ágil y vívida en la que deja ver cómo las decisiones de sus primeros pasos en la Gran Manzana estuvieron influenciadas por el perfil de un chiquillo de familia católica, y un atractivo parece ser que letal, que no supo mantener un trabajo estable en toda su vida, que perseguía por encima de todo la fama y el reconocimiento y que acabó sus días enfermo en un gran loft que le compró su mecenas (GUIÓN) admirador (no correspondido) millonario.

“La capacidad de adaptación de Robert a aquellas situaciones seguía asombrándome. Era tímido cuando nos conocimos, pero entraba en el Max (bar de moda en el círculo artístico en la década de los 60-70 en Nueva York) y lo veía florecer”, relata la cantante, poeta, escritora, fotógrafa… Lo que se deja ver, al mismo tiempo, es cómo ese artista recogido, transformado en un fotógrafo con gustos extravagantes, ponía sonrisas y limaba asperezas cuando el ambiente under y alternativo del Manhattan de la época así lo requería. Me la imagino mirándole con desaprobación o condescendencia, ella que le conocía de verdad, y preguntándose: ¿pero qué está haciendo?

Conforme crece su relación, esa dependencia puede (incluso) llegar a ser molesta. “Sentí que no podía exponer en una galería de aquella talla sin Robert”, porque (se da a entender) ella nunca sería lo suficientemente buena sin él. Al mismo tiempo era casi exagerado cómo admiraba lo que él hacía, mientras el joven se dedicaba a fotografiar hombres desnudos, creando confusión y controversia a partes iguales. Patti clama de su eterno amigo: “Había elevado la fotografía a la categoría de arte”. Seguramente él sí que consiguió llegar a lo más alto sin su ayuda.

Un día, eso sí, Patti sí fue capaz de hacer las maletas y mudarse con el hombre que quería. Ahí sí que no lo detalla, pero parece que no buscó el tierno y considerado beneplácito de su amigo. Pero esto no siempre fue así. En algún momento del libro, Patti buscaba la aprobación de Robert para sus parejas, y si (como solía suceder) no la conseguía, ambos acababan distanciándose por un tiempo. Es lo que pasó con la relación, por ejemplo, que mantuvo a finales de los 60 con Sam Shepard. Por aquel entonces todavía un niño, pero con un historial dramatúrgico más que notable. Y sentimental. De hecho estaba casado y con un hijo cuando mantuvo ese breve romance con Smith.

Todo esto, en todo caso, para acercarse más a su amigo perdido. Para recuperarle haciendo presente algunos de sus recuerdos más relevantes. Aquellos en los que, en definitiva, dos veinteñeros están descubriendo qué tienen que ofrecer al mundo.

Casi llegando al final del libro, cuando parece que las andanzas del Hotel Chelsea y las debilidades han quedado superadas, ella vuelve a caer con un: “Se había convertido en un hombre pero, en su presencia, yo me sentía una adolescente”.

Es curioso como, mientras algunas personas te hacen crecer, otras aparecen en tu vida para aprender a superarlas y salir, por fin, del punto de partida del que no te dejan moverte. Ella luchó no obstante hasta el final de su enfermedad por cuidarle y que se quedara a su lado: “Lo había intentado todo: de la ciencia al vudú. Todo menos rezar”. Quizás lo único que quedaba por hacer era dejarle ir.