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Paseos por la obra literaria de Ramón y Cajal (y VII)

Charlas de café

El autor nos presenta el libro como “una colección de fantasías, divagaciones, comentarios y juicios, ora serios, ora jocosos, provocados durante algunos años por la candente y estimuladora atmósfera del café”.

En cierto modo se trata de un pequeño homenaje a la tertulia del Café Suizo, formada por literatos, hombres de ciencia, líderes políticos, profesionales liberales y hombres de negocios, frecuentada durante años por el sabio aragonés y que desapareció el mismo año de la publicación del libro.

Además de sus pensares, que muchas veces nos recuerdan a los del famoso personaje machadiano de Juan de Mairena, e incluso, en ocasiones, a algunas de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, Cajal, en el prólogo a la tercera edición, dice incluir “algunas anécdotas personales y unos pocos comentarios, inspirados en sucesos recientes o en nuevas lecturas”.

En cuanto a los motivos que le han impulsado a escribir esta obra, Cajal hace referencia a dos fundamentales: “primeramente, la tendencia casi irresistible de todo pensamiento a revestir, como la ‘plántula incluida en la semilla, una forma capaz de erguirse al aire y a la luz; y, en segundo lugar, la esperanza, acaso quimérica, de que, a despecho del fárrago de juicios inconsistentes, paradójicos o extremadamente pesimistas, encuentre el lector alguna apreciación exacta o algún consejo provechoso, fruto tardío, y frecuentemente amargo, de la experiencia”.

De alguna manera, Cajal quiere liberarse de ciertas ataduras y, desde el prestigio de quien había conseguido todos los grandes premios de la ciencia en el estuario de los dos últimos siglos, considera que debe expresar su ideario. Como él mismo decía: “Si después de veinticinco años de estudiar encarnizadamente el órgano del pensamiento en el hombre y en los animales no he conquistado todavía el derecho a discurrir con alguna independencia sobre aquellas cuestiones filosóficas íntimamente relacionadas con mis propios descubrimientos, ¡pues me he lucido!”.

El libro se divide en 11 capítulos, en algunos de los cuales se revisan aspectos ya abordados en otras obras, aunque la manera de hacerlo resulte aquí más original, revelando la vasta cultura que, a lo largo de sus años de madurez, fue adquiriendo el Nobel.

La amistad

En el primer capítulo se habla de la amistad y la enemistad, la simpatía y la antipatía, la gratitud y la ingratitud…

Cajal alude a la amistad en los siguientes términos: “El cultivo de la amistad pide mucho tiempo, solicitud y esmero. Uno o dos buenos e íntimos amigos los tiene cualquiera; cuatro o seis, pocas personas; una docena nadie”. Pero ¿qué es un “íntimo amigo”. Sin duda, Cajal hubiera hecho suyo el planteamiento de Pedro Laín Entralgo sobre la amistad, según el cual cuatro son los pilares básicos sobre los que se construye: la benevolencia (querer el bien del amigo), la beneficencia (hacer el bien al amigo), la benevolencia (hablar bien del amigo) y la confidencia (compartir los secretos con el amigo).

En relación al enemigo, Cajal aconseja proceder como el bacteriólogo, que “en la imposibilidad de aniquilar al microbio opta por embolarlo, es decir, por convertirlo en saludable vacuna”.

El segundo capítulo contiene algunas opiniones acerca del amor y de las mujeres harto discutibles, aunque tengan el matiz de las consideraciones al uso de la época, el indiscutible apoyo a los plenos derechos de la mujer y el constante reconocimiento a la labor de mujeres singulares, como Marie Curie. En uno de sus apartados afirma que “el tan decantado feminismo de hoy no existe en la serie animal”.

En el tercer capítulo, en torno a la vejez y al dolor, se repasan algunas ideas de otros autores y se hacen algunas reflexiones que se plantearan de forma más extensa en La vida vista a los ochenta años. La idea central es que la vejez es una enfermedad crónica, necesariamente mortal, que “todos debiéramos evitar y que, sin embargo, todos deseamos”, siendo una buena biblioteca la “botica espiritual” en la que se pueden encontrar “antídotos contra la desesperanza, el dolor, la tristeza y el tedio”.

Otros remedios aconsejables son el sol y las flores, es decir, la vida al aire libre, disfrutando de la naturaleza. En realidad, lo que está planteando Cajal contra el desalentador sentimiento del “carecer de mañana” es “vivir creando” y aprender a convivir con las imperfecciones de la existencia humana, o lo que, en términos actuales, definiríamos como “envejecimiento activo”.

Inmortalidad y gloria

La cita de otros autores, clásicos y contemporáneos, junto a las propias reflexiones, también es el basamento sobre el que se construye el capítulo cuarto, dedicado a la muerte, a la inmortalidad y a la gloria. Unas veces aparecen como simples aforismos (“la gloria no es otra cosa que un olvido aplazado”; “el arte de vivir mucho es resignarse a vivir poco a poco”) y otras afirmaciones parecen necesitar una cierta argumentación.

También merece la pena entresacar la relación que establece Cajal entre el hombre y los microorganismos patógenos: “El hombre, se ha dicho, es el predilecto de la Providencia. Con igual razón cabría afirmar que es el amado de los microbios. Desde que nace, su trayectoria viene a ser loca carrera al través de un campo de batalla, donde llueven los proyectiles. Un aficionado a la tauromaquia compararía de buen grado nuestra vida a la lidia de un toro en plaza. Pícanle, primeramente, el sarampión, las viruelas y la escarlatina; banderilléanle, después, la fiebre tifoidea, la gripe y la tuberculosis, y ya débil, mohino y aplomado, rematan la suerte la asistolia, la uremia, la hemorragia recebral o la pulmonía”.

En el capítulo quinto se aborda el genio, el talento y la necedad en los siguientes términos: “Conocénse infinitas clases de necios; la más deplorable es la de los parlanchines empeñados en demostrar que tienen talento (…)./ Las cabezas deben juzgarse como los bolsillos. Al hacerlas sonar con las sacudidas de la conversación advertimos en seguida que unas contienen el oro de la sabiduría y del ingenio y otras la calderilla de la vulgaridad y de la rutina (…). Infinitas son las definiciones del talento y del genio formuladas por los psicólogos; pero casi todas giran, a mi entender, en torno de estas dos: ‘El talento es la facilidad, y el genio, la novedad’”.

El capítulo sexto versa sobre la conversación, la polémica, las opiniones, la oratoria y la alabanza de la tertulia, siendo el párrafo introductorio un buen resumen del capítulo entero:

“La verdadera característica del hombre discreto no consiste en hablar, y menos en charlar, sino en conversar. En las tertulias cultas satisfacemos nobles curiosidades; cambiamos ideas por ideas; corregimos juicios precipitados; hallamos consejos en los negocios arduos, estímulo para las buenas obras, consuelo en los sinsabores y, por encima de todo, ejercitamos la totalidad de nuestro mecanismo mental, algunos de cuyos rodajes tienden a atrofiarse a causa del desuso impuesto por el especialismo profesional. Gracias, en fin, a esta especie de conjugación espiritual, conserva el cerebro todo el patrimonio heredado de la raza, evitando descender, como los parásitos de la baja zoología, a la condición degradante de intestino voraz, servido por un aparato locomotor o tentacular en regresión”.

12 máximas

El siguiente es un largo capítulo acerca del carácter, la moral y las costumbres, que acaba con 12 máximas recomendables para ser “relativamente dichosos”. Aquí están resumidas: conténtate con lo que la “pobre bestia humana” pueda dar de sí; considera que el hombre tiene más de mono que de ángel, con lo que se imponen la piedad y la tolerancia; inspírate en la máxima “de nada demasiado”; no trates con malintencionados y envidiosos; vive de ti mismo; distráete con el estudio de la historia y la literatura y practica el dibujo y la fotografía; huye de las pasiones que esclavizan el espíritu; aprende a callar y a hablar con mesura, modestia y oportunidad; maneja la verdad como la dinamita, es decir, con precauciones; sigue la sentencia: “sólo el honrador es honrado”; no te mofes de los sentimientos religiosos de nadie; tómalo todo a broma, porque sólo la alegría es garantía de salud y longevidad.

Pero el capítulo también contiene una interesante disertación acerca del amor humano:

“Con raras excepciones, el amor humano sigue las leyes de la transmisión del calor y de la luz. La intensidad de este sentimiento está en razón inversa del cuadrado de la distancia. Su foco ardiente reside en nuestro egoísmo personal; irradia después, algo atenuado, a la familia; transmítese, más debilitado aún, a los amigos, y, finalmente, difúndese, en gradación desfalleciente, a la Patria y a la Humanidad. Y semejante regla parece aplicable lo mismo al espacio que al tiempo, entendiendo por éste el futuro, dado que el viejo Cronos posee, en sentir de los psicólogos, una sola dimensión y corre exclusivamente hacia adelante. Por rara desviación sentimental, en ciertas personas, no obstante, los valores se invierten: unos anteponen la Patria a la familia; otros sacrifican el presente al futuro, y otros, en fin, lo actual a lo pretérito. Tales son respectivamente, los héroes, los sabios y los eruditos. Ellos constituyen los artífices del progreso”.

En el capítulo octavo salen a relucir los pensamientos de tendencia pedagógica y educativa, volviéndose a reafirmar en algunos principios ya planteados en otros libros. Así, sobre la dialéctica entre teoría y práctica propugna un equilibrio: “Hay que aprender la cosas simultáneamente con los libros. Porque realidades y libros se fecundan mutuamente. Examinando los fenómenos, comprendemos las teorías, y conociendo las teorías nos adueñamos del fenómeno. Quien se entrega exclusivamente a la especulación recuerda al cazador que, fiado en su dominio teórico de la escopeta, en vez de cobrar un ciervo mata al perro”.

Por otra parte, se lamenta Cajal de las habilidades artísticas o técnicas perdidas por una educación deficiente o por la indiferencia o distracción de un maestro rutinario: “A semejanza del frutal temprano, todo hombre de talento posee algunas yemas que no pudieron florecer congeladas por el rigor del ambiente”.

Literatura y arte

En el extenso capítulo noveno, acerca de la Literatura y el Arte, Cajal repasa ciertas tendencias de su tiempo, nos muestra su opinión sobre algunos autores clásicos y contemporáneos, como “el incansable Unamuno, que lo lee todo y discurre sobre todo”, y compara a la obra genial con “un germen dotado de vida autónoma, nutrido por la admiración y la crítica comprensivas y productor de infinitos retoños, luego de alcanzar pleno desarrollo” y, una vez más, a la literatura con una buena farmacia:

“Nada hay más semejante a una biblioteca que una botica. Si en las estanterías farmacéuticas se guardan los remedios contra las enfermedades del cuerpo, en los anaqueles de las buenísimas librerías se encierran los específicos reclamados por las dolencias del ánimo./ Por tanto, la biblioteca del escritor debe ofrecernos, en armonía con el estado de nuestro espíritu, libros fúnebres que hagan llorar, como la pilocarpina; libros que hagan reír y delirar, como el alcohol y el haschisch (fase de delirio hilarante); libros sedantes, como el veronal y el bromuro de potasio; libros analgésicos, como la cocaína y la morfina; libros tonificantes, como los preparados de hierro, y hasta libros de pura broza, ganga y relleno, como la vaselina y el cerato simple. No sonría el lector demasiado severo o desdeñoso: tales insulsas obras nos enseñan a apreciar por contraste las producciones maestras del ingenio, con la ventaja de proporcionarnos, leídas después de cenar, y a pequeños sorbos (naturalmente), el sueño más fisiológico, profundo y reparador que se conoce”.

El capítulo décimo aborda cuestiones políticas y sociales, la guerra, etc.; durante el mismo mantiene un tono bastante ácido en cuanto a España y a los españoles, aunque al final hace un canto a su refundación, mostrándose de acuerdo con los remedios propugnados por Joaquín Costa para el renacimiento español: despensa y educación, y haciendo una llamada a la colaboración entre artistas, poetas, inventores y obreros para esculpir una Minerva española, “fuerte por la espada, pero más fuerte por su saber, su prosperidad y su prudencia”.

Su actitud está en línea con “el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad” de Gramsci cuando afirma que “seamos algo pesimistas, pero con un pesimismo comprensivo y crítico. Y en todo caso, jamás consintamos en que descienda desde el cerebro a las manos”.

En general se muestra muy duro y crítico con los políticos, aun reconociendo que hay tres tipos: “los que enaltecen la Patria, los que la sirven y los que la explotan”, y, en un momento determinado, confiesa que: “Miro con simpatía las justas reivindicaciones del socialismo contra la burguesía; más al reflexionar sobre las consecuencias del triunfo de las ideas de Marx y de Lasalle, asáltame algunas dudas y no pocos recelos (…). ¡La utopía de la igualdad!… He aquí un bello ensueño, contra el cual pugnan solamente dos parvos enemigos: el Universo entero y la evolución de la vida”.

El libro se cierra con el capítulo dedicado a los pensamientos de sabor humorístico y anecdótico, del que hemos entresacado dos situaciones: una en la que se deja ver al Cajal neurólogo, y otra, en las que aparece el Cajal bacteriólogo. La primera de ellas corresponde a la respuesta que da un colega a un reputado neurólogo que le está reprochando amistosamente sobre el vicio suicida del alcohol: “Ambos –respondió el incorregible dipsómano– cumplimos nuestra misión fabricando ciencia experimental: tú has venido al mundo para esclarecer la fisiología del cerebro, y yo para determinar la cantidad de alcohol que puede soportar”.

La segunda corresponde al diálogo entre un microbio y un médico: “El microbio: Eres un ingrato. Me combates sañudamente, cuando, gracias a mí, vives y prosperas./ Médico: Me acreditan tus derrotas, no tus victorias./ Microbio: Pero cobras las dos. Además, cuando a fuerza de inventar vacunas y sueros específicos, etcétera, consigas exterminarme, ¿de qué vivirás?/ Médico: ¡Bah!… Me quedarán todavía las víctimas de la ambición, de la envidia, del odio, de la miseria, de la gula, de la vejez, del amor, y las iniquidades horrendas de la guerra”.

El hombre y la tenia

Todavía hay dos alusiones bacteriológicas más: al bacilo de Koch y al treponema de la sífilis, pero preferimos acabar con la sabrosa fábula parasicológica de “El hombre y la tenia, o el orgullo antropocéntrico”. Dice así:

El hombre.– Soy el objeto predilecto de la Creación y el centro de cuanto existe. Para mi sustento y regalo fueron formados el vegetal y el animal. El cielo, insondable abismo sembrado de nebulosas y estrellas centelleantes, fue fabricado para saciar la sed de infinito de mi alma y rendir al sublime Arquitecto el culto que le es debido. Y el supremo Hacedor fue tan generoso que me otorgó imperio absoluto sobre animales y plantas, desde el elefante al perro y desde el árbol al hongo./ La Tenia solium.– Paréceme, querido huésped, que te desvaneces un poco. Si te consideras rey de la Creación, ¿qué seré yo que me alimento de ti y mando en tus entrañas? Te envaneces en ser centro de todo, pero yo soy centro de tu centro. Alardeas de penetración intelectual, y ni siquiera sospechas que yo me alojo en tu cuerpo y te exploto como la larva de mosca al muladar. Haces bien en ensalzar al Creador, pero en mi boca se justifica el elogio mejor que en la tuya. Desbarras al afirmar que plantas y animales se han producido para tu regalo: se han creado para el regalo de todos. Y si yo me permitiera un rasgo de orgullo, diría que nacieron para que, por ministerio de tus jugos digestivos, se nos proporcionara, no sólo a mí, sino a la caterva innumerable de microbios intestinales, ración abundante, nutritiva y variada. Bien miradas las cosas, mi condición es harto más envidiable que la tuya: tú trabajas y te afanas para ganar el sustento, mientras que yo, sin el menor esfuerzo, me nutro del quimo elaborado por tus glándulas digestivas. El privilegio que tú persigues de vivir sin trabajar me lo ha acordado graciosamente la Providencia desde hace millares de años./ El hombre.– Ignoraba, en efecto, que existieras y fueras capaz de discurrir. Permíteme, sin embargo, afirmar que mi orgullo tiene mejor ejecutoria que el tuyo. Careces de razón y de alma inmortal./ La tenia.– ¡Donosa ocurrencia! ¿No estoy acaso provista de células nerviosas, fundamentalmente iguales a las tuyas, como las similares, todavía más complicadas, de mis parientes los ascárides y las sanguijuelas? Y siendo un hecho demostrado que la concentración y complicación del sistema nervioso se ofrece en la escala animal como una serie ininterrumpida de gradaciones, ¡por dónde cortamos? ¿Cuántas neuronas hay que atesorar para poseer alma y un poco de racionalidad?”

Rudyard Kipling nos transmitió la frase de un filósofo hindú, cuyo nombre se ha perdido en el ir y venir del tiempo: «la mente duerme en la piedra, sueña en la planta y se despierta en el hombre». Pues bien, a desentrañar los secretos de quien duerme, sueña y se despierta, acaso con el batir de alas de las “misteriosas mariposas del alma”, dedicó Cajal su vida, vida que se completó con su otro yo científico, el de la personalidad del Doctor Bacteria. De la necesidad de expresarse artísticamente ambos personajes surgió la obra literaria de Cajal, a la que hemos dedicado estas páginas que ya se apuran, con la ilusión de haber entretenido al lector y en el convencimiento de que, conociendo al escritor, se conoce mejor al hombre mismo: Santiago Ramón y Cajal.