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¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir dopamina?

En El cerebro enamorado [1] Pita se ha inventado una pareja –Raquel e Íñigo– a la que vamos a ver tonteando en una fiesta, tomando conciencia de lo que es un flechazo en toda regla, pasándolo bomba en una cama, felizmente descontrolados contando los minutos para volver a verse, asimilando que los estímulos novedosos devienen cotidianos y va naciendo otra cosa –llámese complicidad o estabilidad– y cómo ésta se desmorona cuando una de las partes empieza a perder el interés por la otra. La gracia del asunto es que el relato de esta curva es puramente científico pero explicado para todos los públicos. Dicho de otro modo: nos convierte en testigos presenciales de cuanto pasa en esas fases en el segundo órgano favorito de Woody Allen.

Y de su lectura salimos con dos ideas claras, a saber: que todos merecemos enamorarnos al menos una vez en la vida y también que menos mal que, debido a su tremenda intensidad, el proceso no dura muchísimo. O en palabras de Pita: “(casi) ningún cuerpo podría aguantar el desquiciado estado fisiológico y neurológico del enamoramiento agudo durante décadas”. El desquiciamiento es lógico porque hablamos de una adicción, de la adicción de una persona a otra que nos proporciona un tipo de placer que engancha. De hecho, el subidón está más cerca de una droga recreativa que de nuestro plato favorito.

Si dicho desquiciamiento fuera una pieza de teatro, al subirse el telón habría que identificar como actores protagonistas a moléculas como la oxitocina, la dopamina, la serotonina o las endorfinas. El peso de todas estas inas en la obra va cambiando. A la dopamina hay que responsabilizarla de la emoción que supone planificar el fin de semana romántico en una casita rural (o sea, el placer anticipado) y a la oxitocina la podemos culpar de lo que pasa cuando dos cuerpos que se desean pasan a la acción (el placer consumado). O como resume el profesor Pita: “mientras que la dopamina trabaja con la imaginación de lo que puede ocurrir, la oxitocina necesitará contacto real para desbordar sus autopistas particulares”.

En la fotografía del quién es quién dentro de un cerebro enamorado no solo hay que mirar las moléculas ya citadas. También hay que poner el foco en las neuronas, cada una de ellas especializada en liberar moléculas concretas en regiones igualmente concretas, entre estas últimas, mención de honor a la amígdala, zona que se encarga de convencernos, en la etapa más dulce, de que nuestra pareja tiene encanto hasta para roncar. En fin, toda una arquitectura que es de una manera cuando todo es de color de rosa, de otra cuando se calma y de otra cuando se va todo al traste. Quien lea este libro sabrá que las promesas hechas en pleno enamoramiento se lanzan cuando uno va bien cargado de dopamina y oxitocina; ahora bien, llegado el momento de prometer amor eterno, olvidará lo aprendido porque la fuerza del amor es algo más que el título de una telenovela mexicana.

El cerebro enamorado [1]

Miguel Pita

Editorial Periférica

144 páginas

18 euros