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¿Se puede patentar el sol?

Se sabe de la existencia de la poliomielitis desde hace miles de años. Una de las evidencias más antiguas es posiblemente la del grabado de una estela funeraria egipcia de la XVIII dinastía (1580 – 1350 a. C.), donde se ve a un funcionario con signos inequívocos de las marcas de la enfermedad en una de sus piernas, aunque en los bajorrelieves descubiertos en la pirámide de Sakkara (1600 a. C.) también se pueden apreciar a jóvenes con las secuelas de la enfermedad.

Algunos investigadores consideran que la enfermedad pudo ser endémica en muchos lugares durante la Antigüedad clásica (Grecia y Roma) y así se pudo haber mantenido posteriormente, causando brotes esporádicos. Mucho tiempo después, el arte nos proporcionaría en La procesión de los lisiados, otra clara representación de las parálisis resultantes de la poliomielitis, con la particularidad de que la genial pintura del Bosco no solo trata de “pintar al hombre cual parece por fuera, sino que se atreve a pintarle cual es por dentro”, con los secretos de cada averno particular.

A pesar de conocerse los estragos que podía producir la enfermedad, la primera aproximación nosológica, su descripción como entidad clínica, corrió a cargo del médico británico Michael Underwood en la frontera del mundo moderno con la Edad Contemporánea. Según Underwood se trataba de una enfermedad febril extraña que parecía atacar en especial a los niños, a algunos de los cuales dejaba con debilidad en las extremidades o con una parálisis residual; en 1840, el ortopedista alemán Jacob von Heine la individualizó clínicamente, describiendo sus síntomas y signos; en 1857, un trabajo de Nehemiah Nickerson sobre la “parálisis infantil” recibió el premio a la mejor tesis doctoral en la universidad de Nueva York.

Etiología vírica

Aunque cabe suponer que hacia comienzos del siglo XIX la poliomielitis estaba ya muy extendida geográficamente, la primera indicación de lo que podría considerarse como una epidemia se halla en un informe del anatomista británico Charles Bell (1836) en el que daba cuenta de varios casos de parálisis de niños que se habían presentado en la isla de Santa Elena. En 1870, el neurólogo francés Alfred Vulpian concluyó que la enfermedad era contagiosa.

Por el tiempo en el que la microbiología echaba a andar como disciplina científica, el médico Oskar Medin confirmó en distintos brotes desarrollados en Suecia (década de 1880) que se trataba de una enfermedad infecciosa, de carácter epidémico, descubriendo la alteración no solo de la médula, como había demostrado Heine, sino también afecciones bulbares, encefálicas y atáxicas.

A partir de entonces se la reconoció como una enfermedad que se manifestaba de manera endémica con casos esporádicos y también en forma de epidemias, recibiendo el nombre de “enfermedad de Heine-Medin”. Esta diversidad clínica se amplió poco tiempo después por la observación de la existencia de casos abortivos de poliomielitis y de casos asintomáticos. El carácter epidémico de la enfermedad fue confirmado en 1907 por Otto Vickmann quien, además, descartó su posible origen bacteriano y reafirmó su propagación por contacto humano y la importancia de los casos leves y de los portadores.

La etiología vírica y su consideración como enfermedad epidémica fueron planteados a principios del siglo XX por Karl Landsteiner, Erwin Popper y Constantin Levaditi (1908) al inocular a monos de laboratorio por vía intraperitoneal médula espinal de un niño fallecido de poliomielitis, con resultado positivo. Poco después, Simon Flexner y Paul F. Clark (1911) demostraron la transmisibilidad mediante la inoculación de la médula procedente de un mono enfermo a un mono sano; asimismo confirmaron su etiológia vírica, al identificar la existencia de un virus filtrable, y también observaron la presencia de «sustancias germicidas» en la sangre de los monos que habían sobrevivido a la poliomielitis, lo que llevó a la idea de poder contar en un futuro no lejano con una vacuna.

Posteriormente fueron descubiertos tres tipos de virus de la poliomielitis (VP), denominados 1, 2 y 3. Hoy día se sabe que los VP pertenecen al género Enterovirus, que son neurotropos (localizados en los tejidos nerviosos) y tienen un carácter muy infeccioso, siendo el hombre su único huésped conocido. El VP1 ha sido el responsable de casi todas las epidemias sucedidas antes de la era vacunal.

El desarrollo de la vacuna contra la poliomielitis pudo iniciarse una vez que se aisló el virus y sobre todo cuando se pudo cultivar en condiciones experimentales en tejidos embrionarios. Los primeros intentos en su desarrollo datan de la década de 1930, pero los estudios se extendieron durante las siguientes tres décadas. El método de cultivo del poliovirus en tejidos humanos de origen no nervioso fue descubierto por John Franklin Enders, Thomas Weller y Frederik Robbins, del Hospital de Boston y de la Facultad de Medicina de Harvard en 1948-1949, trabajo que les mereció el Premio Nobel de medicina en 1954. En ese mismo tiempo, David Bodian, Isabel M. Morgan y Howard A Howe separaron serológicamente los tres tipos de poliovirus (PV1, PV2 y PV3).

Sala de pulmones de acero, Hospital Rancho Los Amigos (California), ca. 1953.

La posibilidad de reproducir el virus en cultivos celulares sentó las bases para el desarrollo de la vacuna, que tuvo un gran impulsor en el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt (1932-1944), que contrajo el virus a principios de los años veinte y sobrevivió a la enfermedad, aunque con graves secuelas. En 1938, con la creación de la Fundación Nacional para la Parálisis Infantil se emprendió un esfuerzo masivo de recolección de fondos para costear la atención de los pacientes y la investigación.

Siglo XX

En las primeras décadas del siglo XX algunos brotes habían adquirido proporciones epidémicas tanto en algunos países del norte de Europa como en Estados Unidos. Por esa época, pocas enfermedades daban más miedo a los padres de familia, ya que algunos de sus ataques en los meses de verano dejaban a las poblaciones infantiles urbanas gravemente dañadas, como ocurrió en 1916 con la grave epidemia que afectó a la ciudad de Nueva York y dejó cerca de 6.000 muertos.

La poliomelitis era una herida que agrietaba las casas por gritos desgarrados, como si salieran de la garganta de Chavela Vargas o de la paleta de Frida Kahlo, un chingazo en el cuerpo que lloraba por las calles una música de violín, como la que compuso Alban Berg para Manon, la hija de Alma Mahler muerta a los 18 años por la enfermedad (A la memoria de un ángel).

Aunque la mayoría de las personas se recuperaba de forma rápida de la enfermedad, algunas sufrían parálisis temporal o permanente, e incluso morían. Muchos sobrevivientes quedaban discapacitados de por vida. Jane Smith en su libro Patentar el sol: la polio y la vacuna de Salk recuerda el trágico pasado: “Al principio atacaba levemente –un resfriado de verano, un dolor de cabeza o un poco de fiebre que era apenas un poco más que el sofoco de jugar afuera en un día húmedo. Entonces, de repente el ruido débil de un cuerpecito que cae y el grito de terror: ‘¡Amá, no me puedo mover!, y la cabeza, papi, no puedo levantarla!’. Seguía el grito de dolor mientras que los brazos y las piernas se retorcían hacia adentro, o el sonido más temido de todos, el de la asfixia que surgía cuando los pulmones se olvidaban de bombear y la garganta de tragar, cuando ante ti el niño se quedaba inmóvil, amoratado y frío”.

Durante la década de 1930 se produjeron brotes epidémicos tanto en Estados Unidos y Canadá como en algunos países europeos y también en Australia. En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, la necesidad de tener una vacuna se hizo más urgente, ya que la epidemia empeoró su gravedad y difusión, llegando a zonas del planeta que habían permanecido libres hasta entonces, sobre todo en el período 1946-1952; en este último año alcanzó su punto máximo en Estados Unidos con casi 60.000 casos registrados.

En Más grandes que el amor (el bestseller donde cuenta el drama del sida a principios de los años 80), el escritor Dominique Lapierre saca a relucir esta última gran epidemia: “Cada semana, los periódicos publicaban las estadísticas. En seis meses, el poliovirus había fulminado a cerca de cinco mil norteamericanos. No tardaría mucho en citarse la cifra oficial de sesenta mil víctimas. Pero no eran esas cifras lo que más aterrorizaba, sino el hecho de que no podía preverse ni dónde ni cuando iba a atacar la epidemia. Sólo se sabía que tenía una predilección especial por los niños. Era llamada “parálisis infantil” y tenía locos de angustia a los padres (…)”.

En España, las epidemias más graves ocurrieron entre 1950 y 1963, pasando de los 400 a los 1.500 casos anuales de media. Los brotes se solían presentar en ciclos de 2-3 años, adquirían una rápida difusión y afectaban a amplios territorios. Los valores más altos se alcanzaron en 1958 con una incidencia cercana a 7 y una mortalidad alrededor de 1 por cada 100.000 habitantes.

La poliomielitis merece la atención de Francisco Umbral en Trilogía de Madrid, obra en la que describe la vida de dos poblados chabolistas del extrarradio de la capital a principios de la década de los sesenta, “dos campamentos del lumpen de latón, ignorancia, uralita y peste” y los compara con la miseria del Tercer Mundo: “Había niños poliomielíticos montando en bicicletas mohosas como si también la máquina tuviese su poliomielitis, y viejos que compartían el almuerzo con una mula seca. Los hombres expandían una larga agresividad oscura y quieta. Las mujeres lucían esas abundancias que da el sedentarismo de la miseria, ya que no la comida”.

El escritor estadounidense Philip Roth sitúa la trama de su gran novela Némesis en la espantosa epidemia de polio que amenaza a los niños de Newark, población cercana a Nueva York, en el sofocante verano de 1944, definiéndola como una guerra dentro de otra guerra: “Porque aquella era también una guerra de verdad, una guerra de matanza, ruina, desolación y perdición, una guerra con los estragos de la guerra: una guerra contra los niños de Newark”. El protagonista es el joven profesor Bucky Cantor, un hombre lleno de buenas intenciones, que acabará librando su particular batalla contra la epidemia. Cuando la polio empieza a asolar el patio del colegio, Cantor se enfrenta a la realidad que viven sus alumnos y a sus propios dilemas morales.

Roth describe los efectos de la terrible enfermedad, que va aumentando su capacidad de contagio con cada día que pasa: “… la polio, una enfermedad paralizante, que dejaba al niño permanentemente impedido y deforme, o incapaz de respirar fuera de una recipiente metálico cilíndrico –un respirador artificial llamado ‘pulmón de acero’–, o que podía conducir desde la parálisis de los músculos respiratorios hasta la muerte, causaba a los padres de nuestro barrio una considerable aprensión y alteraba la tranquilidad de los niños que gozaban de vacaciones veraniegas y podían pasarse el día, hasta bien entrado el largo crepúsculo, jugando al aire libre. La preocupación por las funestas consecuencias de enfermar gravemente de polio se acrecentaba al no existir ningún medicamento que tratara la enfermedad, y ninguna vacuna que proporcionara inmunidad. La polio, o parálisis infantil –como la llamaban cuando se creía que la enfermedad infectaba sobre todo a los niños de corta edad–, podía atacar a cualquiera y sin ninguna razón aparente. Aunque generalmente quienes la padecía eran niños o adolescentes hasta los dieciséis años, los adultos podían resultar gravemente infectados, como le había ocurrido al hasta entonces presidente de Estados Unidos”.

El autor, que había nacido en Newark y era un niño en el tiempo que narra la epidemia, da voz a uno de los afectados: “Contraje la enfermedad cuando todavía era un niño. (…) Estuve en el hospital cerca de un año. (…) Mi temor y mi desesperación eran muy grandes. Y crecer con dos piernas rígidas como palos me llenaban de amargura. Durante años yací en la cama de noche hablándoles a mis extremidades, susurrándoles ‘¡Móveos, móveos!’. Me salté un curso de la escuela primaria y, al volver había perdido mi clase y a mis compañeros. Y en la escuela secundaria recibí algunos golpes duros. Las chicas me tenían lástima, y los chicos me evitaban. Siempre estaba sentado fuera del terreno de juego, triste. La adolescencia resulta penosa cuando has de permanecer al margen. Quería andar como todos los demás. Cuando miraba a los chicos sanos que, al salir de la escuela, jugaban con la pelota, quería gritarles: ‘¡También yo tengo derecho a correr!’. Una y otra vez me desgarraba el pensamiento de que las cosas podrían haber sido fácilmente de otra manera…”.

Roth convierte la polio en una metáfora de la condición humana y deja ver todas las emociones que una plaga de estas características puede engendrar en los seres humanos y cómo las exigencias morales se derrumban cuando aparece el miedo, el pánico al contagio. La polio no se limita a enfermar el cuerpo del niño y a provocar su sufrimiento y dolor, sino que siembra la propia desesperanza del enfermo, además del desconsuelo, la ira y el rencor de los padres, la desconfianza y el pánico de sus compañeros, el desconcierto y las dudas de sus profesores. No hay palabras de consuelo, aunque haya solidaridad.

Camino a la salvación

Jonas Salk en la Universidad de Pittsburgh en 1955.

Como hemos comentado anteriormente, sería en 1938, con la creación en Estados Unidos de la Fundación Nacional para la Parálisis Infantil, impulsada por Roosevelt, cuando la lucha contra la poliomielitis adquirió toda su dimensión. Una década después comenzaría la búsqueda de una vacuna eficaz, tarea a la que se dedicaría de lleno el virólogo neoyorquino Jonas E. Salk, que trabajaba en la Universidad de Pittsburg, pero también un estrecho colaborador de la Fundación. No obstante hubieron de pasar varios años hasta disponer de un prototipo de vacuna.

En efecto, después de que Weller, Robbins y Enders consiguieran cultivar el poliovirus en diferentes tejidos embrionarios, Salk obtuvo una vacuna con virus muertos, a partir de cultivos en riñón de mono y posterior inactivación con formol (método desarrollado por su colaborador Julius Youungner); la vacuna así obtenida mostraba una elevada eficacia, pero se le atribuyeron ciertos problemas de seguridad que finalmente se solucionaron.

En el año 1953, la Fundación le encargó al Laboratorio Connaught la cantidad de dosis de vacuna necesaria para una experiencia de campo. En 1954, un comité de expertos aprobó las pruebas y decenas de miles de médicos, colaboradores en salud pública y voluntarios participaron en el ensayo clínico, que incluyó a cerca de dos millones de niños en edad escolar. De ellos, un grupo de más de 600.000 fueron inoculados con la vacuna, otro similar con placebo y el resto fueron observados como grupo de control.

El 12 de abril de 1955, Thomas Francis, mentor de Salk y supervisor del estudio, anunció sus resultados: «La vacuna funciona. Es inocua, efectiva y potente». El proyecto de Salk había sido un éxito, ya que conseguía prevenir la poliomielitis en el 90% de los casos. Poco después, el investigador declaró su desinterés personal por los beneficios económicos que podría reportar la vacuna en una entrevista de prensa: “No hay patente, ¿se puede patentar el sol?”. Media docena de empresas pudieron adquirir los derechos para la producción masiva de la vacuna, cuyo uso y producción también se extendió a Europa. En menos de cinco años se consiguió administrar más de 500 millones de dosis y la incidencia de la poliomielitis cayó vertiginosamente.  

La vacuna de Salk estimuló el desarrollo de una nueva vacuna con virus vivos atenuados administrada por vía oral. El punto de partida comenzó en 1941, cuando Albert Sabin y Robert Ward demostraron fehacientemente la transmisión por vía entérica en un trabajo que concluía con esta afirmación: “(…) el virus se distribuye predominantemente en dos sistemas: (a) ciertas regiones del sistema nervioso y (b) el tracto alimentario (…)”.

La hipótesis para el desarrollo de la vacuna oral era que una infección por los virus vacunales atenuados en el intestino podría generar inmunidad en el sitio mismo de ingreso del virus por su forma de transmisión oral-fecal, al mismo tiempo que dicha inmunidad podría ser más duradera y de mayor protección.

Distintos grupos de investigación promovieron el desarrollo de la vacuna viva atenuada: Herald Cox (Lederle), Hilary Koprowski (Instituto Wistar) y, sobre todo, el propio Albert Sabin (Cincinnati), quien consiguió involucrar también en la investigación a científicos rusos y fue el primero en llevar a buen término el proyecto.

La primera prueba con cepas atenuadas se realizó en 1955 con 80 voluntarios; hasta 1959, en la que la OMS asumió la coordinación de los estudios, se administró la vacuna a miles de personas en distintos países de Europa, América y Asia. Para principios de los años 60 se habían vacunado ya más de 75 millones de personas, reduciéndose la incidencia de 10/100.000 casos-año a 0,4/100.000 casos-año. En paralelo se habían desarrollado también las vacunas de Koprowski y Cox y habían sido distribuidas por diversos países de Norteamérica, América Latina, Europa y África.

Ambas vacunas, la inactivada de Salk (IPV, inyectable) y la atenuada de Sabin (OPV, oral) fueron utilizadas entre 1960 y 1963. Sin embargo, un año después, el Comité Asesor de Enfermedades Infecciosas de la Academia Americana de Pediatría resolvió recomendar el uso único de la OPV trivalente (eficaz contra los tres tipos de poliovirus), que se impuso en casi todo el mundo por la facilidad de uso, el coste y la previsible inmunidad intestinal.

En Estados Unidos y otros países occidentales se utilizó hasta 1998 para luego pasar durante los dos años siguientes a un esquema secuencial de dos dosis de vacuna inactivada (IPV) seguidas de dos dosis de OPV. Finalmente, en el año 2000 se pasó a un esquema completo de cuatro dosis de vacuna inactivada, que había sido mejorada y potenciada por el propio Salk a finales de los años 80 trabajando para la Fundación Merieux. Básicamente es la vacuna inactivada que se administra actualmente en su presentación monovalente y también la que se combina con antígenos de otros virus para formar las vacunas combinadas.

La vacunación cambió radicalmente el panorama de la polio. En línea con la erradicación de la viruela lograda en 1980, la OMS lanzó en 1988 la Iniciativa de Erradicación Mundial de la Poliomielitis. Desde entonces, cuando se calculaba que había 350.000 personas afectadas por la enfermedad y que ésta era endémica en 125 países, los casos disminuyeron a menos de 800 en 2003 y a 33 notificados en 2018, siendo su presencia actualmente endémica en tan solo tres países: Afganistán, Nigeria y Paquistán. Gracias a la vacunación generalizada, la polio quedó eliminada en América (1994), Pacífico Occidental (2000), Europa (2002) y el Sudeste asiático (2014). De las tres cepas de poliovirus salvaje, el poliovirus tipo 2 se erradicó en 1999 y no se han dado casos del tipo 3 desde el último notificado en Nigeria en noviembre de 2012.

En definitiva, si antes de la vacunación la polio llegó a paralizar o a cobrarse la vida de medio millón de personas por año en todo el mundo, hoy día es más fácil que un niño pueda ser fulminado por un rayo que por la enfermedad. No obstante, debido a la facilidad en la movilidad internacional, todavía se recomienda la vacunación en todo el mundo, debido al riesgo de casos importados de las zonas endémicas residuales. Los virus no respetan fronteras y todos los niños que no estén inmunizados contra la polio corren el riesgo de sufrirla, siendo particularmente vulnerables los que viven en zonas donde los niveles de inmunidad son bajos. Por esta razón, durante las dos últimas décadas las campañas de UNICEF han suministrado suficientes dosis de la vacuna oral para administrarla a cientos de millones de niños.

En España, la vacuna Salk se aplicó de manera privada a finales de los años 50 y a partir de 1963 comenzaron las campañas de vacunación sistemáticas y gratuitas por parte de la sanidad pública con la vacuna Sabin. Este retraso supuso que alrededor de 15.000 personas contrajeran la enfermedad en España y que alrededor de 2.000 murieran o tuvieran graves secuelas el resto de sus días.

La generalización de la vacuna supuso pasar de los casi 2.000 casos registrados en 1963 a menos de 200 en 1964 y a 70 el año siguiente; por su parte, la mortalidad descendió a 1 persona por cada millón de habitantes. La poliomielitis desapareció prácticamente de España a partir de 1976, siendo los últimos casos documentados de 1988. En el año 2002, tras comprobar exhaustivamente la ausencia de circulación de cepas salvajes de poliovirus en nuestro país, la OMS dio por eliminada oficialmente la enfermedad de España. En los últimos años se ha vuelto a introducir la vacuna parenteral potenciada de Salk, que se administra a los 2, 4, 6 y 18 meses, y está incluida en el calendario de vacunación.

Aquellos niños nacidos el 13 de abril de 1955 que hayan tenido la suerte de entrar en la edad de los amarillos recordarán aquel mágico terrón de azúcar impregnado con las gotas de la vacuna que recibieron en la escuela o en el consultorio antes de cumplir los diez años de edad. Seguramente más de uno evitó una muerte prematura, las secuelas directas de la enfermedad o los síntomas de debilidad, atrofia muscular y fatiga que caracterizan al llamado “síndrome pospolio”, que puede desarrollarse décadas después de haber sufrido la enfermedad.

La vacunación antipolio supone un claro reconocimiento a la eficiencia general de esta práctica, a pesar de algunas incidencias surgidas hasta lograr su implementación definitiva y de ciertas controversias generadas a lo largo de su historia sobre las ventajas y desventajas de la vacuna oral sobre la parenteral o viceversa. El hecho indiscutible es que su introducción en los distintos países se ha seguido en todos los casos por una disminución radical del número de afectados hasta llegar a la eliminación total en la inmensa mayoría de ellos. Los países que retrasaron su instauración pagaron un precio muy alto en mortalidad y en las invalidantes consecuencias a largo plazo.