- hoyesarte.com - https://www.hoyesarte.com -

Cuando el hombre era un lobo para el hombre

Pruebas a ver si te sale un buen relato basado en una de esas historias que te contaba tu padre cuando eras crío. Aventuras que parecían inventadas pero que eran tristemente reales y duras. La tragedia de jóvenes que al estallar la Guerra Civil española se escaparon al monte y allí siguieron cuando la contienda terminó. Y esa historia y otras parecidas de hombres que acosan a hombres y que vas recordando se acaban por ensamblar y dar en la peripecia de cuatro guerrilleros. El texto crece y crece hasta acabar siendo una de las grandes novelas de la nueva narrativa española de los ochenta. Luna de lobos, que cumple ahora 35 años, cambió para siempre la vida de Julio Llamazares (León, 1955).

Llamazares pertenece a la primera generación de autores que decidió escribir de la guerra y la posguerra más inmediata sin haberlas vivido. Eran los años de La Movida. España estaba experimentando una sana mutación. Apetecían, cómo no, las primeras y divertidas películas de Pedro Almodóvar, Fernando Colomo o Fernando Trueba, pero se vio que también había ganas de descubrir qué tenían que decir sobre nuestro presente y nuestro pasado una nueva generación de escritores que incluía a Jesús Ferrero, Juan José Millás, Antonio Muñoz Molina, Alejandro Gándara, Andrés Trapiello, y otros algo mayores como Luis Mateo Díez, José María Merino o Eduardo Mendoza. En ese tiempo aterrizó en la mesa de novedades Luna de lobos. Fue finalista del Premio Nacional de Literatura y vendió, para un autor primerizo y desconocido, una cantidad –cerca de cien mil ejemplares en un año– que hoy solo acarician algunos elegidos y, además, cosechó excelentes críticas.

Llamazares había buscado en un libro de Seix Barral la dirección barcelonesa de la editorial para mandar una copia de su trabajo. Lo envió a una dirección equivocada pero acabó felizmente en las manos de Pere Gimferrer y decidieron publicarla. “Cambió mi vida. Me abrió las puertas al mundo de la edición, sobre todo porque seguramente si envías una novela y no te la publican, lo normal es que empieces a peregrinar de editorial en editorial y eso habría impedido que me dedicara a escribir a pleno tiempo”, recuerda.

Se fijaron en el texto de un veinteañero en una época en la que, para publicar en una editorial relevante, ser joven no era un plus sino un hándicap. “No como ahora”, añade, “que lo joven cotiza al alza en la bolsa editorial. Había entonces un cierto cansancio de la novela realista y latinoamericana. Los lectores españoles demandaban novelas de españoles, querían saber qué había pasado y estaba pasando en nuestro país contado por escritores de nuestro país. Yo pillé esa ola nueva”.

¿Podía, de verdad, haber interés en los desenfadados años ochenta por adentrarse en una historia tan desoladora donde los huidos al monte se tiran años escondidos como animales siempre pendientes y temerosos de la siguiente cacería? “Una cosa es lo que el establishment cultural decide que debe interesar, y eso pasa en todas las artes, y otra es lo que realmente le interesa a la gente. Si hay dos libros que no se podían escribir en esa década, uno era Luna de lobos, hablando de la posguerra y los guerrilleros maquis cuando todo el mundo quería ser un Bote de Colón anunciado en la televisión, y el otro era La lluvia amarilla, que suponía un retorno al mundo rural cuando el país deseaba proyectar una imagen moderna, urbana y cosmopolita”. Obras ambas, como su propio creador apunta, escritas a contrapelo pero tocando una fibra, la de mucha gente que desde pequeño había oído historias de las que no se podía hablar en voz alta y que ahora se podían leer en una novela.

No hay en el relato argumentos políticos a favor de unos u otros, pero, tal y como señala Miguel Tomás-Valiente en la magnífica introducción al libro que preparó para su edición en Cátedra (2009), contar el proceso de animalización de un grupo de hombres en la guerra puede ser considerado un acto ideológico. “También lo es la elección del grupo protagonista, unos huidos al monte de los que, al acabar de leer el libro, nos queda la imagen de entereza moral y dignidad que contrasta con el desprecio, la degradación o el insulto con que siempre los trató el franquismo”, añade Tomas-Valiente, que en las mismas páginas define Luna de lobos como “una punta de lanza contra el olvido, la desmemoria y el tupido velo de silencio que la Transición dispuso alrededor de la represión franquista”.

Curiosamente, ahora que se multiplican los foros sobre la España vacía y funcionan en taquilla dos películas como Mientras dure la guerra y La trinchera infinita, no cuesta nada ver que Llamazares siempre ha trabajado ajeno a las modas culturales. Ahí están, sin ir más lejos, los años recientes invertidos en visitar todas las catedrales de España para poder entregarnos Las rosas de piedra (2008) y Las rosas del sur (2018). “Escribo la novela que me gustaría leer a mí, porque luego, además, como no eres tan raro, te das cuenta de que hay mucha gente a la que le interesan las mismas cosas que a ti. En cualquier caso, si yo llegara a mucha gente pero a mí no me interesara el tema no le dedicaría tres o cuatro años de mi vida”.

A propósito de las películas citadas más arriba, ¿sigue habiendo interés por mirar al pasado y hacerlo de la mano de las generaciones más jóvenes? Siempre hay algunas voces que lamentan las ganas de abrir heridas tanto tiempo después. “Las heridas o están abiertas o están cerradas”, afirma tajante. “Nadie por hablar de algo abre heridas. Si se sigue hablando es porque no están cerradas. Intentar borrar el pasado con una goma es absurdo. El pasado es como la memoria y la memoria es como el agua. Se abre camino siempre. La prueba de que el pasado sigue planeando sobre nosotros es la política española actual y lo que está ocurriendo en la vida real. De repente decidimos un pacto de desmemoria, de no hablar del pasado. Al final es como las familias con temas tabú. Cuanto menos se hable de algo más se agranda ese algo en el inconsciente y en el imaginario. La gente tiende a buscar en los cines, en las novelas, en la música partituras que les reflejen. Si sigue acudiendo a los cines para ver historias de topos de la posguerra, no es sino porque les interesa”.

Western en los montes de León

Sin salir del cine pero volviendo a Luna de lobos, la historia de Ramiro, Gildo, Juan y Ángel, el narrador, tuvo, muy poco después de su publicación, su versión cinematográfica bajo la dirección de Julio Sánchez Valdés. Fue además la primera experiencia de Llamazares como guionista pero no sería la última, escribiendo también para Felipe Vega (El techo del mundo) o Icíar Bollaín (Flores de otro mundo). “Aprendí rápido que son dos lenguajes diferentes. Que cinco páginas describiendo el mundo interior de un personaje se puede resolver en un plano. El cine es un 20-30% de talento y un 70-80% de dinero. Con un bolígrafo y dos euros en folios quemas rascacielos, hundes barcos, haces lo que quieras… Descubres que la imaginación tiene solo sus propios límites y que donde quieres que al protagonista le rodeen 600 soldados solo hay dinero para 40”.

Fue precisamente colaborando en el guión cuando se dio cuenta de que, en realidad, había escrito un western. Aun siendo el hijo del maestro de un pueblo minero de León, el autor fue un niño con poco acceso a los libros. “Me crié leyendo novelas del oeste, que era lo que te cambiaban en el quiosco. Comprabas una novela y la cambiabas por otra por cincuenta céntimos. Y eso está en Luna de lobos: personajes que huyen y otros que persiguen. Esa fue la historia de los maquis, con todos los componentes de acción, de violencia, de secuestros, tiros… En el franquismo se les llamaba bandoleros y bandolero viene de dictar un bando dejando a alguien fuera de la ley”.

En su ópera prima, el autor de Escenas de cine mudo y El río del olvido, quería contar los cuentos con los que le dormían de crío sin ocultarnos la crueldad del asunto pero con la prosa de un poeta, con los recursos de la lírica al servicio del drama. Por eso le gusta citar al novelista Stephen Vizinczey, que afirmaba que todo escritor en su primera ficción intenta dar salida a los cuentos que le relataron de niño. “A todos nos han contado historias que nos han marcado y que nos persiguen toda la vida, que forman parte de nuestro imaginario. Me crié escuchando, sobre todos en los veranos, a los viejos del pueblo de mi padre narrar sucesos de los del monte, que yo pensaba que eran personajes irreales, en el mismo plano en el que veía a los del cine. Para mí no había diferencia entre Billy El Niño o John Wayne y el guerrillero Casimiro Arias”.

Proceso de animalización

La novela tuvo un impacto indudable entre autores de su generación. Antonio Muñoz Molina rememoró hace unos años en un artículo en El País “la impresión que me hizo leer Luna de lobos, donde está el coraje de la resistencia pero también la lenta degradación de que quien se ve reducido por sus perseguidores a una cualidad casi de alimaña”.

Llamazares no trató de hacer una novela ni histórica ni política. Su objetivo era reflexionar sobre la mitificación que se produce cuando las historias pasan de boca en boca y cada uno va aportando su grano de arena al relato. “La misma historia la oí mil veces a distintas personas e incluso a las mismas y cada vez cambiaba. Pero seguramente el tema central de Luna de lobos es eso tan viejo de Thomas Hobbes de que el hombre es un lobo para el hombre. Contar cómo alguien, como nosotros mismos, que nos creemos incapaces de matar, en unas circunstancias extremas reaccionamos como alimañas para sobrevivir, es el proceso de animalización que puede llevar a una persona hacia la violencia y que está en el fondo de nuestra naturaleza como personas”.

Ciertamente pocas novelas resultan tan tremendas a la hora de exponer cómo la crueldad extrema degrada la condición humana, cómo la sed de venganza y el fanatismo pueden nublar la razón de cualquiera.

Había también en Luna de lobos un esfuerzo por intentar recuperar “aquella magia de la narración oral que es a la que aspiramos los escritores literarios. Cuando me preguntan por los autores que más me han influido, siempre respondo que los viejos de mi pueblo. Empezaban a hablar y se paraba el mundo. Primero porque eran historias prohibidas y segundo porque hablaban de ellas en voz baja. Eso es lo que hacemos los escritores: bajar la voz, intentar introducir al lector en una realidad diferente, emborracharle con el lenguaje y los juegos de palabras para sumergirle en un sueño porque leer, como escribir, al final no es otra cosa que soñar despierto”.