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Literatura y boogie woogie

Así empieza:

Era el año del boogie: Lucky, Camel, Hollywood boogie, Bologna Boogie! Tutti in danza! ¡A bailar todo el mundo! Compás de cuatro por cuatro. Piano, contrabajo, guitarra, saxo, trompeta, batería.

Imposible no seguir el ritmo. A partir de ese inicio musical, en una terraza con orquesta, bailarinas y muchachos de pañuelos rojos al cuello, el escritor va construyendo su narración, y esta se alza y se despliega con naturalidad a través de las piezas que dan sentido a la trama. Aquí está de nuevo la maestría y la voz inconfundible de Navarro: ya dijimos en estas mismas páginas que es el secreto mejor guardado de la literatura española.

Polo en Bolonia, 1947

Si las dos entregas anteriores de la serie tenían su centro en Granada, la primera, y París, la segunda, ahora Polo se va a Bolonia, una ciudad que ya había aparecido en la obra de Navarro: en Finalmusik y en El espía, aquel libro, con Ezra Pound de protagonista, en el que el narrador, en un día de lluvia en Bolonia, cree ver a Cecilia, esa mujer inolvidable con dos dedos de una mano unidos que aparecía por primera vez en El alma del controlador aéreo, una de las novelas más fascinantes de la literatura española en mucho tiempo.

Polo llega a una Bolonia que vive entre los escombros materiales y morales que ha dejado la guerra. Son los días en que se han firmado los acuerdos para la retirada de las fuerzas aliadas de ocupación, los partisanos rechazan el gobierno de Alcide De Gasperi, la vieja guardia recela de la realidad política que se impone, se baila y se bebe hasta la madrugada, la situación criminal se desborda y Fausto Coppi gana el Giro.

Polo estaba cómodo “en una ciudad en la que no era nadie, donde nadie evitaba mirarlo para que el comisario no sospechara que lo miraran con miedo”. Es un funcionario modélico, y también incómodo, con sus recuerdos de una adolescencia clerical y la edad de jubilación muy cercana, un hombre desencatado, sin ideología, que con sus dos metros de altura intimidaba a los que estaban cerca pero que también “daba la impresión de amparar a quienes estuvieran con él”.

Desaparecidos, crímenes y conspiraciones

Había llegado a Bolonia en busca de Guillermo Sola Bosch, desaparecido hace semanas, tal vez muerto, tal vez asesino, alguien que en Granada y en Bolonia “había respirado el aire puro de la gente bien”, cercano a la ingeniera Vittoria Ferri, “una de esas personas que entran en una habitación y cambian el ambiente o no las ve nadie”. A Ferri la mataron el día que desapareció Sola, tal vez fue amante de Sola, aunque no estaba claro, no parecían muy próximos, pero precisamente “quizá eso fuera un síntoma de que compartían cama y el secreto de que compartían cama”.

Alrededor de Ferri había un grupo de personas importantes e influyentes, que se reúnen y conspiran, monárquicos que sueñan con el retorno del rey o neofascistas dispuestos a acabar con el bolchevismo internacional. A ellos, a ese Círculo Ferri, que tal vez solo es una tapadera de otro círculo más exclusivo y poderoso, “una trama de limites indefinidos y poco controlables”, llega Polo buscando pistas sobre Sola.

Siempre cercanos al comisario dos viejos conocidos: el policía italiano Ezio Bernagozzi, que, como Polo, “era de los que se ocupan de la vida de los demás para no pensar en la propia”, y la española Carolina Munt, una dama con perrito que “cuando se sentaba, demostraba el extraordinario interés que le merecían las palabras de sus interlocutores inclinando el torso para acercárseles manteniendo las distancias”.

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Los crímenes se suceden sin que Polo entienda por qué ocurren tan cerca de él, por qué todo lo que hace o dice en Bolonia tiene consecuencias, a menudo trágicas. Sabe que, por razones que se le escapan, quieren utilizarlo, y, como el personaje de Las hijas de otros hombres -la magnífica novela de Richard Stern- se dice “quédate en la superficie. Solo así se logra la paz social”. Él solo quiere saber qué ha sido de Sola, el joven al que busca.

Se siente cansado y confundido, se ve como “quien sale a buscar a alguien que se ha perdido y de repente descubre que también se ha perdido”. Bologna Boogie es la historia de tres semanas en Bolonia, una búsqueda que se desarrolla sobre un fondo de sombras, silencios y conjeturas; donde reina, mientras suena la música, la degradación moral, la parte siniestra de la existencia.

Justo Navarro demuestra de nuevo su destreza para escribir diálogos genuinos y creíbles, y descripciones y símiles brillantes. Reconocemos la voz y el estilo inconfundibles del autor, su prosa precisa y lenta, su fina y sostenida ironía, sus repeticiones; esas atmósferas y esos personajes que crea para llevarnos a su mundo imaginario y acompañarlo, felices, hasta el final.

La voz del escritor

Con Bologna Boogie Navarro se mantiene, tras Gran Granada y Petit Paris, en la novela policíaca, un tipo de literatura que sabemos que está en sus raíces literarias.

En la fajilla con la que la editorial acompaña el volumen se cita como referencia o reclamo a John Banville. Es verdad que hay puntos comunes entre ellos, desde luego el más obvio es que ambos son escritores magníficos; también que, junto a lo que podríamos llamar su obra principal, están creando una obra diferenciada, la de Banville en paralelo y con el seudónimo de Benjamin Black.

En sus novelas, que requieren una lectura atenta, más que la acción o el desenlace importa la historia que se cuenta y cómo se cuenta, sin que su tributo y dedicación a la novela negra suponga, pese a lo que a veces insinúe el propio Banville, desentenderse del compromiso con la literatura más exigente. Ya lo dijo Justo Navarro: “nada tiene que ver el género con la voz del escritor que solo depende de él”.

Bologna Boogie es el retorno de un escritor muy particular, alguien que ha creado una de las obras narrativas más coherentes y, por su rigor y calidad, ambiciosas de la literatura española de las últimas décadas.

El libro, un placer intelectual y también sensual, empieza con un boogie y un asesinato, y termina, mientras Polo cruza la frontera, con la atractiva, flaca y ronca Valeria Turi cantando en el club Stella Azzurra, vemos -con el narrador- que los dedos del pianista “volaban para acoplarse al ritmo que imponía la cantante”; ella aspiró “el humo del Lucky que tenía en la mano”, con la botella de bourbon a su lado, “su voz sonó como un quejido y volvió a emprender vuelo fuera de compás”.