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Luis Mateo Díez y la juventud de cristal

En esta obra está el universo personalísimo que ha ido creando el autor a lo largo de los años: sus territorios imaginarios, su reconocida voluntad de estilo –la ambición formal, y el dominio y la belleza del lenguaje–, la realidad cotidiana y la fantasía desbordante, el lirismo, el humor y la deformación expresionista, y esa exigencia de complejidad y naturalidad que, como ha manifestado en distintas ocasiones, persigue en su narrativa. Un universo de historias en el que siempre habita la emoción y la mirada moral sobre lo que somos y lo que vivimos.

Los espacios y paisajes en los que se desarrollan sus fábulas son una elección significativa, esencial, ha dicho, para que adquieran el sentido de que les interesa dotarlas. Juventud de cristal transcurre en Armenta, una de las ciudades de sombra que han ido apareciendo en la Provincia, el espacio simbólico que ha inventado Luis Mateo Díez; unas ciudades, ha escrito, “poco seguras, donde los riesgos de andar por ellas son (…) peligros del alma”.

En esas ciudades de sombra está el centro del mundo, porque allí nos lleva la mano que escribe y es que el mundo escrito no depende de Londres ni París, como decía Amos Oz tras leer a Sherwood Anderson, “sino que gira siempre alrededor de la mano que escribe en el lugar en el que escribe”.
Armenta tiene sus cines, sus bares, sus locales de baile, sus gentes, sus barrios, su río, el Margo, que ya conocen los lectores de Mateo, “con su arena nacarada que incita a perturbar la contemplación”, y su “código de moralidades que regía las apariencias”.

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Hay una ciudad, y hay una mujer, Mina, que desde su madurez, y a través de sus cuadernos juveniles, rememora los años de juventud, contempla aquel tiempo que es ya, nos dice, “parte sin remedio de lo que se pierde sin aprovechar, de lo que se tiene sin ser consciente de la propiedad que supone”, cuando ya no se es adolescente, pero todavía no se alcanza el grado de autonomía y seguridad que traen los años.

Mina recuerda, se detiene y comprende; asume la fragilidad de la memoria, y sabe que olvida, que quiere olvidar, mucho de lo que pasó (“no digo muchas de las cosas que pasaron aquellos años que me cuesta trabajo recordar”) pero su evocación no esconde la verdad de lo vivido, aunque lo que queda, y es natural pensar en Proust, “sea sobre todo el contenido de una emoción o la sensación que fluye por debajo de ese recuerdo, no el suceso estricto (…) sino la impresión retenida en los sentidos”.

Mina es un personaje que pasa a formar parte de los más grandes personajes de Mateo Díez, y los hay muy grandes en la obra del autor leonés. La voz de Mina se impone sin artificio en la novela, y va abriendo las puertas del tiempo, de los sucesos y las emociones de aquel pasado lejano, la confirmación de las dudas y la confusión en la que ella y sus amigos vivían, su precariedad afectiva, la bruma que rodeaba sus sueños y sus ilusiones.

La juventud

Luis Mateo nos muestra una perspectiva irónica y nada complaciente, aunque compasiva, sobre la juventud, esa época de la vida en la que creemos que todo empieza y acaba con nosotros, pero somos poco más que “almas perdidas”.

Los jóvenes de Juventud de cristal están cercados por el aburrimiento y el cansancio (“parte de la enfermedad de todos”), viven deprisa, sin rumbo y, a menudo, son presuntuosos y superficiales, y es que su norma de comportamiento, recuerda Mina, “no era otra cosa que inseguridad mejor o peor disimulada”.

La camaradería y el compañerismo son aparentes, las relaciones están llenas de “cautelas y precauciones”. Viven enamoramientos apasionados pero llenos de fisuras lo que les lleva a la derrota y a la tragedia (en realidad, a la tragicomedia y al disparate), deslumbramientos continuos como “si todos nos hubiéramos enamorados de todos a la vez o el amor no hiciese falta para nada”.

Jóvenes que se reúnen, y hablan, que sueñan y bailan en locales desahuciados –estupendas las páginas sobre el Baile de Corales y el Cine de Sustos–, que se observan, que se suicidan sin llegar a matarse, que pasan el tiempo sin saber lo que están viviendo, con un grado de patetismo que apenas disfraza una edad que no les da tregua.

Algunos, también Mina, comprenden en algún momento que se les escapa la vida, que deben buscar otro lugar, otro modo de crecer, tal vez porque “la vida no es una cosa sola, que son muchas cosas” y la que viven, aunque la vivan como si fuera una película, se quedará corta en Armenta, y es que, como escribió Jaime Gil de Biedma en uno de sus poemas más conocidos, que la vida va en serio uno lo empieza a comprender más tarde.

Alrededor, o al lado, de Mina van y vienen dos docenas de jóvenes que componen un conjunto formidable de personalidades, cada uno con sus historias, historias que Mateo Díez va intercalando con maestría y mesura a lo largo de la narración; momentos e imágenes de vidas aceleradas, algunas experiencias duras, otras conmovedoras, muchas hilarantes y desquiciadas, ajenas casi siempre a lo que ocurre al otro lado de la juventud y del cristal a través del cual ven pasar la vida.

Mina, con vocación de enfermera de cuerpos y almas, ofrece su ayuda cada vez que es requerida, y lo es mucho, y lo hace por generosidad y también para combatir su propia soledad y la carencia de los afectos más necesarios. Mina reconoce que sus cuadernos juveniles “certifican la soledad de la enfermera así como el desaliento por tantas derrotas e ilusiones incumplidas, teniendo especial relieve algún amor desasistido y la definitiva lejanía de una madre”.

Gran acierto

La manera en que se cuenta la relación de Mina con sus padres y de estos entre sí constituye uno de los grandes aciertos de la obra, y contiene algunas de las páginas más hermosas que ha escrito Luis Mateo en su larga carrera literaria; es una historia que recorre toda la novela, desde sus primeras páginas, cuando le recriminan a Mina sus prisas y sus idas y venidas (“danzante, trotera, perillana…”), hasta la decrepitud y las desapariciones de la madre en la parte final del libro.

Los retratos del padre y, sobre todo, de la madre ocupan páginas de belleza y tristeza extremas. La madre, a la que niega y de la que se avergüenza Mina hasta que descubre el amor que estaba agazapado en la costumbre y el silencio, es una mujer maltratada por la vida, una costurera sencilla y solitaria, liberada de la nostalgia, sin recuerdos de la niña que fue, con una orfandad temprana, una mujer que no tuvo juventud porque “llegó a la madurez antes de estar preparada”.

Juventud de cristal va a quedar, para muchos lectores, como una de las novelas inolvidables y más sobresalientes de su autor, y es que Luis Mateo Díez se ha convertido con los años en un autor prolífico, pero sus narraciones conservan en toda su plenitud la exigencia, el sentido y la intensidad que le han hecho el escritor que es.